lunes, 30 de noviembre de 2009

Nuestra dinastía


Que lejos estaba de imaginar que, tal y como mencioné en una entrada anterior, nosotros también íbamos a tener una dinastía. Me tocó el honor de inaugurarla. Ingresé en 1967 y me gradué en 1971.


Mi primo Carlos Braulio ingresó en 1970 y se graduó en 1974, él era de la promoción 16.


Su hermano, mi primo José Humberto, ingresó en 1972, es de la promoción 18 y se graduó en la Escuela Politécnica. Actualmente, luego de una destacada carrera en el ejército, es general de brigada.


Mi hermano David Onésimo, ingresó en 1973, era de la promoción 19. También se graduó en la Escuela Politécnica como oficial de marina. Lamentablemente, en 1990, antes de cumplir 30 años, ofrendó su vida en el cumplimiento del deber.


Uno de sus hijos, José Daniel Salazar Barahona, también es graduado del Hall. Si la mente no me falla, forma parte de la promoción 42 o 43, y acabo de enterarme que el hijo de una prima, el CA Oscar Enrique Sandoval Pineda es el 53-03.


El destino nos dio esa maravillosa oportunidad de formarnos como hombres de bien, con disciplina y valores. Algo que dificilmente podriamos haber tenido de haber estudiado en otro lugar.


Con orgullo decimos que somos parte de la familia hallista.
Termino así estas memorias. Sé que hay muchisimas cosas más que se pudieron haber contado y que no alcancé a recordar. Doy mi palabra que todo lo que acá he contado es tal y como lo recuerdo. Con sus lados alegres, tristes, claros y oscuros, es un legado, y así he tratado de respetarlo.
Creo en las cábalas, me había puesto la meta de publicarlas, y hoy 30 de noviembre de 2009, estoy terminando la tarea con la satisfacción del deber cumplido.
El glorioso Instituto Adolfo V. Hall fue fundado en 1955
Este blog tiene 55 entradas
Y este aprendiz de escritor, cumplió su promesa cuando tiene 55 años.

Recuerdos de la Clausura


En octubre de 1971 nos graduamos los dieciséis que habíamos iniciado quinto año. Nunca antes una promoción se había graduado completa. Esa era una de las metas que nos habíamos puesto y nos esforzamos porque tanto la Víctima (Penagos) como Nery (Oliva) salieran, a pesar que no le ponían mucho empeño a las clases.

Cuando supimos que sí nos graduaríamos, el papá de Rodolfo organizó una fiesta en su casa (ignoro si hubo otras, esa fue a la única que fui), nos dejaron beber y cantar, no hubo chicas, solo nosotros. Recuerdo que llegué bastante mareado a casa.

Aunque era de esperar, no les miento si les digo que estaba bastante nervioso porque no estaba 100% seguro que iba a ser el primer puesto de la promoción; cuando me lo confirmaron, lo compartí con mamá y ella llamó a papá para contarle. También me pidieron que dijera el discurso de despedida de la promoción, lamentablemente no me quedó copia, apenas recuerdo que comenzaba “En el constante devenir del tiempo, se ha cumplido un ciclo más…”

Del acto recuerdo poco, cuando veo las fotos está mamá, mi hermanito y papá con su cámara (es simpático, se ven dos ángulos, de un lado el fotógrafo y papá sale al fondo, y en las de papá, es el fotógrafo el que sale). Como quien dice, papá se robó el show, se veía tan orgulloso recibiendo las felicitaciones.Cuando ya estábamos uniformados de oficiales y desfilamos por última vez hacia la puerta, no pude contener el llanto. Como dicen mis hijas, fueron cinco años que marcaron mi vida, como puede leerse, estos recuerdos ocupan más de medio centenar de hojas, cada una de estas experiencias ayudó a hacerme lo que hoy soy. Aprendí de los buenos ejemplos y traté de no cometer los mismos errores que en algunos vi. Mis padres y mi hermanito compartieron orgullosamente estos momentos, unos de los pocos en los que pude soñar con que en realidad éramos una familia.

El Orador


Algo tarde pues estaba en cuarto año, descubrí mis dotes de orador, y así gané varios concursos, incluso interescolares. De esas vivencias, la que más recuerdo fue una que sucedió en el Hall, cuando estaba en quinto año, en la que nos enfrascamos en un duelo oratorio con otro compañero, cuyo nombre he olvidado, en el que la polémica despertó tanto el entusiasmo del resto de alumnos que ese gimnasio vibraba como si se hubiera estado disputando alguna final de voleibol o de fútbol de sala.

También seguí con mis dotes de escritor y poeta y entre los concursos que gané fue el del mejor pensamiento, en el certamen para el día de la madre de 1971. Mi pensamiento decía:
Madre, compendio universal de las virtudes humanas
Era para ti mamita querida.

El General Vassaux


Era el director cuando sufrí mi accidente, luego el general Arana lo nombró ministro de la defensa, estaba en ese cargo cuando nos graduamos y le pusimos su nombre a nuestra promoción. Independientemente de que apoyé al otro candidato a apadrinar a nuestra promoción (el capitán Iriarte), debo reconocer que al general Vassaux lo movían valores muy altos.

Era usual cuando hacíamos caminatas o ejercicios de campaña que los directores se asomaran en sus carros, medio bajaran la ventanilla para que les dieran el parte de novedades y luego se marcharan disfrutando de su aire acondicionado y refrescantes bebidas. Pero Vassaux era diferente. Él siempre se ponía a la cabeza y nos guiaba con el ejemplo.

Hay una foto de la graduación en donde se me ve pronunciando el discurso de despedida de la promoción y al general Vassaux secándose los ojos con su pañuelo (me encantaría poder decir que mis palabras lo conmovieron hasta las lágrimas, en conciencia pienso que sí).
El general cayó en desgracia ante los ojos de Arana por un confuso incidente que ocurrió cuando el presidente estaba de viaje y en el que una patrulla militar detuvo a su hijo mayor, el famoso Tito Arana ocupado en no se qué turbios negocios. En cuanto Arana regreso, lo destituyó y lo dieron de baja.

Como diez años después el general murió en un confuso incidente. La versión oficial es que al estar cambiando una llanta pinchada, pasó otro carro y lo atropelló. De la manera más tonta Guatemala perdió a un gran hombre y a un excelente militar.

Meza Soberanis

Observando el desempeño de Gustavo Adolfo Meza Soberanis, sargento primero efectivo y premio Coronel Carlos Castillo Armas (que se concedía al alumno que ocupaba el segundo lugar en la promoción), pocos hubieran dudado que no hubiera nacido para ser militar. Sin embargo, luego de graduarse, él decidió estudiar medicina. Qué pasó después, a qué experiencias estuvo expuesto o qué despertó su conciencia, no he llegado a saberlo.

Volví a verlo una noche de marzo de 1974, cuando el general Ríos Mont, candidato favorito para ganar las elecciones y que oficialmente había sido derrotado por el candidato oficial, llegó a la Ciudad Universitaria a pedirnos a los estudiantes que liberáramos a los miembros del consejo superior universitario que se tenían como rehenes para forzar al gobierno a un nuevo conteo de los votos. Yo estaba bastante involucrado en el movimiento universitario y si bien no participé en la toma de la rectoría, sí pertenecía al grupo que los apoyaba. El candidato derrotado nos dirigió un encendido discurso en la plaza que quedaba frente a las facultades de economía y derecho, y luego nos pidió acompañarle hasta la rectoría para solicitar la liberación de los rehenes. Íbamos hacia allá cuando ví que Gustavo Meza marchaba justo detrás del general, llevando una metralleta. No tuve oportunidad de acercarme para conversar con él.

A principios de los ochenta mi hermano (que ya era oficial del ejército y estaba destacado en las áreas de conflicto), me contó que Meza se había vuelto guerrillero y que incluso era uno de los comandantes más buscados por ellos. Me advirtió que si lo veía tuviera mucho cuidado. –Nunca anda solo y puede que nuestra gente lo esté siguiendo, lo mejor que podés hacer si lo mirás es huirle- Pareció ser un augurio. Un par de meses después, iba por la quince calle casi llegando a la cuarta avenida, cuando lo vi venir. Nunca olvidaré su cara ese día, podía leerse amargura, dolor, frustración, y tal vez resignación a un destino del que no podría escapar. Ignoro si me reconoció, porque fui cobarde y me crucé la calle. La siguiente vez que vi a mi hermano, me contó que ya habían resuelto el problema de Meza.

En 2006 hubo un escándalo al descubrirse lo que llegó a conocerse como “el archivo militar”, una serie de fichas con datos personales, muchas con fotografías, de personas sindicadas de pertenecer al movimiento popular. Los expertos indicaron que ciertas claves en las fichas daban cuenta de lo que había pasado con estos desgraciados. Entré a Internet y cuál no sería mi sorpresa que allí estaba la ficha de Meza, con la clave que identificaba a los que habían sido ajusticiados por las fuerzas del gobierno. También estaba la ficha de una muchacha de apellidos Meza Soberanis, lo que me hace suponer que era su hermana y quien corrió la misma suerte.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Anécdotas de campaña

Por lo menos dos veces al año nos llevaban de campaña a algún lugar del interior. De las aventuras que vivimos voy a narrarles tres: Cuando nos aplicaron evasión y escape, cuando fuimos a parar a un cementerio a media noche y la de la araña peluda.

En los militares el término evasión y escape rememora una de las pruebas más duras, algunos le llaman campo de prisioneros. En esencia consiste en que un grupo de “enemigos” tiende una emboscada y te captura, luego te lleva a un lugar en dónde te aplican tortura (tanto física como sicológica) para hacerte confesar datos sobre tu unidad. La prueba se pasaba con éxito si el prisionero no “cantaba” y lograba escaparse para regresar con los suyos. Se suponía que en el ejercicio se usaba violencia controlada, aunque circulaban horribles historias en las que incluso más de algún “prisionero” había muerto a causa de las torturas. Como se requiere cierto nivel de resistencia para pasarlo, normalmente te la aplican hasta que estás en último año, pero nunca te decían con anticipación cuándo iba a suceder. Nuestra promoción se había nutrido de las experiencias de las anteriores y cada vez que salíamos a alguna campaña íbamos con los nervios de punta preguntándonos si ese sería el día, el que finalmente llegó.

Estábamos, si no estoy mal, en la base de Jutiapa y nos dijeron que teníamos que salir en bus para un ejercicio de tiro en un polígono algo lejano. El bus caminaba por un camino de tierra cuando de pronto escuchamos dos explosiones (simulando minas), y un tiroteo cruzado. No recuerdo quién reaccionó y de inmediato abrió la puerta de atrás del bus, corrimos hacia allá y aunque el vehículo no se había detenido, comenzamos a tirarnos y a meternos entre los matorrales al lado del camino mientras nuestros “enemigos” corrían tras de nosotros (nuestra estrategia era que ni siquiera llegaran a capturarnos). En mi caso era tanta la desesperación que trepé una colina agarrándome de las raíces y ocultándome entre la maleza buscando poner la mayor distancia entre los captores y yo. Después de subir la colina, me escondí en una cueva que estaba del otro lado. Una vez me calmé y como no escuchaba nada, comencé a caminar en dirección a nuestro campamento base. Mi sentido de orientación no es precisamente una de mis fortalezas y esta vez no fue la excepción. Tengo la impresión que estuve dando vueltas en círculo por horas, ya que caminé desde las nueve de la mañana hasta aproximadamente las seis de la tarde, atravesé dos ríos y fui a parar entre un grupo de vacas que me persiguieron molestas por la intromisión, finalmente llegué a mi destino. Me contaron que ya estaban preparando una patrulla de rescate para irme a buscar y que el ejercicio había sido un fracaso ya que no lograron atrapar a ninguno (más vale cobarde vivo que valiente muerto, debió ser el lema de la promoción); fui el último que regresó. Un detalle que aún recuerdo con cariño fue que Carlos Braulio llegó conmigo y entregándome una cajita, me dijo –Tomá, te la guardé- Era su almuerzo y él no se lo había comido.

En otro ejercicio nos llevaron una noche al pie de una colina (en realidad era casi un pequeño volcán) y nos dijeron que el objetivo era llegar a la cima sin que nos capturaran (habían colocado a los alumnos de los otros grados en varios lugares del volcán con instrucciones de tomarnos prisioneros). Nos habíamos puesto camuflaje para quitarnos el brillo de la cara y manos y la única luz que llevábamos era una bengala que tendríamos que encender cuando estuviéramos en la cúspide. Eran las siete y nos dijeron que el ejercicio concluiría a media noche. Nos agruparon en parejas, la mía era Rodolfo Álvarez. Con Rodolfo decidimos ir despacio, dejar que las otras parejas avanzaran para que ellos distrajeran a los “enemigos” e incluso así poder saber en dónde estaban. Calculo que íbamos a medio volcán cuando comenzó a llover, era un agua helada que puso resbalosa el área y dificultaba aún más la visibilidad. En eso llegamos a un pedazo que no tenía árboles y para atravesarlo sin que nos vieran, decidimos arrastrarnos entre lodo. Estábamos a medio camino cuando Rodolfo casi pegó un grito y con gestos de espanto me señaló alrededor. Hasta entonces noté el montón de cruces que parecían salir del suelo. Estoy seguro que no fue el frío o el agua el que nos hizo estremecernos. Nos levantamos y echamos a correr hasta el otro lado sin volver la vista atrás. Seguimos avanzando despacio y al cabo de cierto tiempo ¡alcanzamos la meta! Nos pusimos de pie y encendimos la bengala, pero nadie nos aplaudió o vino a nosotros. Satisfechos por la misión cumplida, pero sorprendidos por no ver a nadie, emprendimos el regreso.

Como no llevábamos reloj ignorábamos qué hora era. Fue hasta que llegamos al campamento casi a las cuatro de la mañana, que supimos que cuando estábamos en la cima, hacía más de dos horas que todos estaban durmiendo.En otra campaña terminamos los ejercicios como a las nueve de la noche y nos dirigimos agotados hasta nuestras tiendas. Yo la estaba compartiendo con Ramirez, el sargento a cargo de la compañía. Ya nos habíamos desvestido y cada uno estaba envuelto en su poncho dispuesto a dormir cuando él me dijo –Salazar, tengo algo en el pie- Con mucho sigilo levanté su poncho y observé la araña más grande que he visto en mi vida, era peluda y negra y se movía muy despacio sobre el desnudo pie de mi compañero. Él se medio irguió y me dijo que era una de las que llaman de caballo, cuya mordida puede ser mortal. Me instruyó para que encendiera una candela y comenzara a dejarle caer la cera para obligarla a bajarse del pie. Así lo hice, aunque debo confesar que me temblaba tanto la mano que muchas veces la cera caliente le cayó en el pie a Ramirez quien haciendo acopio de paciencia, maldecía y me decía que tuviera más cuidado. Luego de un tiempo que me pareció eterno, la araña cayó a suelo. Ramirez se levantó y la puso en su gorra. Ambos salimos a mostrarla a los que estaban despiertos. Caminamos hasta otra tienda en la que vimos luz, en ella estaban Johny (Juan de Dios) y Sosa. Lo que pasó después fue para matarse de la risa.

A Juanito le agarró la sicosis de que una igual podría estar en su tienda y comenzó a sacar todo y a revisarlo minuciosamente. Incluso desarmaron la tienda. Les dio medianoche dedicados a esa tarea y él no se convencía de que sólo nosotros habíamos sido bendecidos con nuestra araña.

Mi primo Carlos Braulio

Carlos Braulio ingresó al Hall en 1970, cuando yo iniciaba cuarto año. De los cuatro primos que pasamos por sus aulas, diría que él era quien menos aptitudes tenía para la vida militar. Tal vez por lo de mi accidente, que ocurrió precisamente ese año, no pude estar todo lo cerca que debía para ayudarle a superar el año de novatada. Sólo recuerdo que una vez por poco me rompe la cara Douglas, uno de la catorce (que luego llegó a coronel), porque lo sorprendí robándole la comida a mi primo y se lo reclamé.

Mi primo logró terminar los cinco años en el Hall, pero no estuvo en el acto de graduación ya que días antes se marchó a Estados Unidos (nunca tuve claro lo que pasó). Volvió de allá quince años después, irremediablemente enfermo y sin que nosotros supiéramos que estaba en su casa, nos escuchó compartir la alegría de un fin de año, murió a los tres días. Mi tía Maruca dice que se sintió muy contento de habernos oído ese 31 de diciembre.

Viaje a Petén y a Belice


Estábamos en quinto año y se organizó una travesía por tierra al Petén para conocer las ruinas de Tikal. Hicimos el viaje en un bus del Hall, íbamos uniformados de verde olivo y con nuestro respectivo fusil. Nuestra primera parada fue en Río Dulce en donde nos llevaron en lancha a conocer el Castillo de San Felipe, luego pernoctamos en Poptún y finalmente llegamos a Tikal. Para ese entonces ya se me había arruinado la camarita instamatic porque se me cayó cuando íbamos en cayuco por un río. En Tikal hacía un calor húmedo que casi nos derretía, fue el momento oportuno para que apareciera la hielera y pronto estaba tomando la primera cerveza de mi vida. Era una Gallo bien fría y desde entonces me volví un leal consumidor de esa marca.

Estábamos por emprender el regreso cuando surgió la idea de ir a Belice, que en ese entonces era una colonia británica y en dónde los guatemaltecos no éramos bienvenidos, menos si nos aparecíamos con uniforme militar (en el pasado reciente, varias veces habíamos amenazado con invadirles, por lo que era fácil comprender sus sentimientos contra nosotros). Para evitar problemas nos pusimos ropa de civil (todos llevábamos una mudada) y dejamos las armas en la base de Poptún. Conocer Belice me convenció que lo peor que nos podía pasar era que nos lo devolvieran. Me dio la impresión que allá, nadie trabajaba. Se veía a la gente sentada en los parques, en las aceras, en los bares, literalmente sin hacer nada. Todos hablaban inglés y ninguno de nosotros era lo suficientemente fluido para mantener una conversación. De modo que pasamos los dos días allá comiendo bananas split mañana, tarde y noche, porque era lo que se podía pedir sin mayores complicaciones. Allá oímos por primera vez el reageé y nos encantó esa cadencia. Todos regresamos con al menos un disco de ese ritmo. No quiero imaginar que hubiera pasado si los vecinos beliceños hubieran descubierto que los “turistas” eran en realidad estudiantes de una academia militar.
En la foto estamos en el Castillo de San Felipe, el sargento Ramirez, quien esto escribe, el Capitan Sagastume (a quien menciono en Caballero de la Novia), Búrbano y Guzmán Ovalle

Caballero de la novia


20 de Mayo de 2008, acabo de ver la noticia y no termino de creerlo. Esto rebasa ya la ley de las probabilidades.

Febrero de 1971. Estoy en quinto año y falta menos de un mes para que se celebre el aniversario del Hall. En cada sección se busca afanosamente a la señorita que competirá por el cetro de reina del Instituto. Como es tradicional, los alumnos de quinto año serán los caballeros. En el sorteo me toca escoltar a Ana Julia Peña Zelaya, prima de los Peña. Cierro los ojos y la recuerdo, blanca, pelo negro liso casi hasta la cintura, hermosos ojos cafés, encantadora sonrisa, escultural figura y casi de mi alto. La mujer perfecta para novia del Hall. Pero había un problema. Ella se había criado en Norteamérica y casi no sabía español, hoy sería una ventaja, en aquella época no.
El concurso se desarrolló sin mayores contratiempos y Ana Julia (con quien cruce muy pocas palabras por esa timidez con las mujeres que me va a acompañar hasta la tumba y que pocos me creen) clasificó entre las finalistas. Esa parte del certamen se llevó a cabo en el auditórium del IGSS en la zona 4. En esa etapa los jurados las sometían a diversas preguntas para medir la desenvoltura de las participantes, área en la que a mi candidata le fue muy mal ya que no sólo le costó entenderlas sino también hilvanar una respuesta en español. Yo sentí que se caía el cielo. Aunque trataba de ser imparcial, veía a las otras muchachitas y no podía explicarme cómo, el jurado fuera a darle el trono a una de ellas. Así que rompiendo todo el protocolo, en un receso fui con el jurado y literalmente les dije que no estaban siendo justos por el problema que ella tenía con el idioma. Afortunadamente entre ellos estaba el “capitán” Sagastume Evans, que aparte de don Juan era bilingüe, él aceptó repetirle las preguntas en inglés y que ellas las contestara en ese idioma. Como es lógico de pensar, ganó el concurso.

Otra tradición en el Hall era que a la reina la coronaban en la fiesta de aniversario y que en ese momento, el alumno que hubiera ganado el concurso de poesía, la escoltaba a su ingreso al salón y le recitaba su obra. Aunque jamás había escrito un poema, decidí que ese alumno iba a ser yo. Pasé día y noche buscando cómo poner esa inspiración que mi corazón sentía en un papel. Probé y probé hasta que creí haber encontrado algo con sentido. Fue un soneto que empezaba así:

Por bella, por gentil y talentosa
Tres virtudes en la suprema gracia
Nombrarte soberana poderosa
El tribunal mortal tuvo la audacia

No recuerdo cómo seguía, pero sí que fui declarado ganador. Esa noche se lo recité (no sé si lo entendió por su problema de idioma), ella me dio un diplomático beso en la mejilla. Pasé toda la noche vacilando entre acercarme o no para pedirle que bailara conmigo pero finalmente no me atreví.

Como tenía bonita letra se lo escribí en un pergamino y mamá me dio dinero para enmarcarlo. Averigüé en dónde vivía y se lo fui a dejar, pero ni siquiera pregunté por ella. Días más tarde Peñita me entregó una foto de ella con una nota de agradecimiento al dorso.

Hoy apareció la esquela que anunciaba que ayer había partido de este mundo. Descansa en paz bella, gentil y talentosa, leyendo lo que se ha escrito de ti, comprendo que fuiste un ángel bajado del cielo; gracias por iluminar mi vida, esos fugaces momentos los recordaré siempre.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El Teacher

Se llamaba Rudy Coronado Martinez (Rudy, no Rodolfo), era de la décima promoción y terminó graduándose con nosotros. Se relacionaba muy poco con los demás, siempre estaba estudiando porque no sólo estaba sacando bachillerato, sino que estudiaba magisterio en la noche, por eso le decíamos el teacher. Siempre me dio la impresión que venía de una familia muy pobre. Varias veces le presté mis cuadernos para que se pusiera al día porque se mantenía cansado y a menudo se dormía en clase. Cuando se graduó solicitó su alta en el ejército (supongo que por eso hacía el esfuerzo en el Hall y no solo en el magisterio, como subteniente al menos tenía un sueldo más decente que de maestro y otras prebendas). Luego me enteré que había ganado una beca para estudiar en una academia especializada en policía militar. Cinco o seis años después el teacher murió con varios de sus hombres en una emboscada que le tendieron los guerrilleros.

Chejo

Como ya conté, el Chejo (Sergio Pineda), se quebró la espalda el mismo día que yo, aunque tuve mejor suerte que él ya que a mi sí me pusieron bien el yeso. Él quedó como jorobado.

Ya nos habían quitado las caparazones, estábamos en período libre y decidimos salir por la capilla a volar aviones de papel, nada malo pero que rompía la norma de que nadie podía estar fuera de las aulas en período de clase. De pronto se apareció el alicate Toledo (hoy el respetable doctor Manuel Toledo), sargento encargado y alumno de quinto año, con varios de sus compañeros galonistas. A todos nos reportaron por esa falta menos al Chejo, ¡porque estaba en la clase haciendo otro avión! Al finalizar el año le dieron la placa del alumno de mejor conducta de cuarto año y yo me moría de la envidia.

En quinto año todos comenzamos a decir qué íbamos a estudiar en la U y la mayoría nos decidimos por ingeniería química (sonaba sexi, pero no fue por el animaleje). No exagero, de los dieciséis que éramos, seis o siete decíamos que esa sería nuestra profesión. Hoy hay un ingeniero químico en la promoción, el Chejo. Un día confesó que había decidido estudiar eso por seguirnos. Se fue a vivir a la frontera con México y entiendo que es el feliz padre de muchos chejitos.

La tragedia de los alumnos de Comercio

Estábamos en quinto año cuando se embarrancó uno de los buses que transportaba a los alumnos de último año de la Escuela de Comercio que venían de regreso de una excursión. Si mal no recuerdo murieron más de cuarenta. Todos los que estábamos terminando la secundaria quedamos impresionados por la noticia. Cuando se está en último año, el sueño de todos es graduarse, es como la primera etapa antes de comenzar a ser realmente un adulto. La dirección ordenó que los alumnos de quinto año fuéramos esa noche a la Escuela de Comercio a velar a nuestros compañeros que ya no se graduarían ese año.

Fue un acontecimiento histórico, nunca una delegación de alumnos del Hall, uniformados de gala, había entrado de manera pacífica a una institución de educación pública; es más, eran legendarios los enfrentamientos a golpes que promociones anteriores habían tenido con alumnos de la Normal, Comercio, el Central o el Aqueche. Sin embargo esta vez no hubo bronca, todos estábamos unidos por el dolor. La mayoría de féretros estaban cerrados y nosotros hacíamos guardia de quince minutos ante cada uno. Esta vez yo llevaba la bandera. Estábamos ante uno de ellos, cuando llegaron unos familiares y abrieron la tapa. Sólo recuerdo que vi la cara de del compañero que estaba en frente y que había logrado atisbar el cadáver.

Beca Alvaro Contreras Velez


Don Álvaro, uno de los fundadores de Prensa Libre tenía un hijo en la décimo segunda promoción. A Edgar Contreras le conocían como “chucha flaca” no sé por qué. Era un muchacho alto y delgado, muy buen jugador de voleibol y que no se metía con nadie. Muchos años después me vine a enterar que era papá de una de las mejores amigas de Marlene. Cuando estábamos en cuarto año y su hijo en quinto, él decidió instituir una beca que llevaría su nombre y que se daría al mejor alumno de cuarto grado. En la clausura se anunció que yo la había ganado. Con orgullo y agradecimiento puedo decir que fui el primero en recibirla.

La beca era de Q 250 (no mensuales, eso era todo). Lo que pasa es que la colegiatura era de Q 15 mensuales, por lo tanto, en teoría no sólo la cubría sino que alcanzaba para libros y uniformes. Para nosotros, que siempre estábamos con una mano adelante y otra atrás, fue un respiro contar con ese dinerito. Papá aprovechó para salir en las fotos, muy alegre porque –para variar- en quinto año no puso ni un centavo para mi educación.

Al fin galonista


Es evidente que los oficiales que me tuvieron a su cargo en mis primeros tres años en el Instituto se dieron cuenta que yo no tenía madera de militar. Así que, a pesar de destacar en los estudios, de haber sido uno de los abanderados y de estar siempre entre los tres mejores alumnos de todo el plantel, no me nominaban para un ascenso. Mentiría si les dijera que no me importaba pues por ejemplo, al terminar tercer año, López Jiménez ya era sargento segundo efectivo y yo seguía siendo el equivalente de un soldado raso. Cuando me fracturé, sentí que mis probabilidades se habían reducido a cero.

Pero estaba muy equivocado. No sé si fue el cargo de conciencia por mi accidente o porque llegaron a la conclusión que ya me lo merecía, el hecho es que ese 30 de junio por fin ascendí a cabo dragón. El 15 de septiembre subí a cabo efectivo y el 1 de marzo de mi último año, a sargento segundo dragón (sinceramente esperaba subir a sargento segundo efectivo el 15 de septiembre, pero me dio la impresión de que se olvidaron de mi promoción, ya nos veían graduados).

domingo, 22 de noviembre de 2009

El Capitán Santiago

Acabo de verlo (abril de 2008), fue a la graduación de su nieta en un curso de Og Mandino al que también asistió Braulito. Soy tan despistado que hasta el día siguiente caí en que había sido él el que se había acercado a saludarme. De haberlo recordado, le hubiera pedido mi trabajo de Historia del Arte Guatemalteco.

El profesor Santiago Tistoj (Santiago era su primer apellido) nos impartió artes industriales en tercero e Historia del Arte Guatemalteco en quinto. En Historia del Arte, en lugar de examen final, teníamos que hacer un trabajo que cubriera el arte desde la época precolombina hasta la contemporánea. Les suplico que recuerden que en esa época no había procesadores de palabras, fotocopiadoras o Internet, y que tomar fotos era un lujo que pocos podían darse por lo caro que eran los rollos y el revelado. Así que los textos se escribían a mano y muchas de las ilustraciones eran recortes de periódicos y dibujos. Modestia aparte, mi trabajo era en sí una obra de arte. Una minuciosa investigación de más de doscientas hojas con infinidad de dibujos, recortes y algunas fotos (fruto de incontables tardes en la biblioteca nacional, visitas a la Antigua y a los museos). Saqué 100 pero nunca me lo devolvió. Años después lo seguía usando como texto para dar su clase y a todo el mundo le contaba que yo se lo había regalado.

El Animaleje

Se llamaba Mariano Menchú, era licenciado en farmacia y nos daba química. Era muy bajito, moreno, de pelo espinudo cortado casi al rape y lentes con aro de grueso carey. Le costaba hablar el español y por lo tanto era un triunfo el entenderle, ya no digamos su clase (“si mezclames dos molécules de hidrógene con una de oxígene, obtenemes ague”). Nunca sonreía y era durísimo para calificar. No sé cuantos alumnos se rezagaban en su graduación por haber perdido química.

Mister Luckens

Era un gringo inmenso, de cara sonrosada, ojos celestes y anteojos de aro redondo. Estaba casi calvo y el poco pelo que le quedaba lo tenía completamente blanco. Su voz era fuerte y grave. Hablaba un español chapurreado y era pésimo maestro, pero nos divertía con sus ocurrencias. Siempre entraba a la clase somatando con el puño cerrado la puerta, entonces ideamos una travesura. Los compañeros calcularon la altura a la que pegaba los puñetazos y le pusieron chicle en toda esa área (todos masticamos chicle esa mañana para poder tener suficiente que poner en la puerta). Cuando el capitán Lukens entró y dio su acostumbrado golpe, la mano se le impregnó de chicle y cuando quiso retirarla se formó una liga que iba de allí hasta la puerta. Todos nos matamos de la risa y el gringo, todo colorado, nos maltrató -Ustedes ser unos hijos de puta- nos dijo y salió para irse a lavar al baño. No nos denunció, creo que no lo hizo para evitar la vergüenza ante los oficiales.

En el año 2007 leí en una esquela que su familia participaba su fallecimiento en Estados Unidos.

Milocho

Se llamaba Florencio Ovalle López, era originario de Quetzaltenango y era hermano menor de uno de los más grandes poetas que ha tenido Guatemala, Werner Ovalle López, el único “maestre del gay saber” de los juegos florales de Quetzaltenango por haber ganando no se cuantas veces el primer premio de poesía en ese certamen. Nunca supe de donde le habían puesto el apodo ni qué significaba. Él era otro de los mil usos del Hall y el único que allá se refería a mí como “don Braulio”. Era moreno, lampiño, usaba lentes con un aro de carey grueso, pelo negro y liso, envaselinado y con camino en medio. Tenía aire de intelectual y una voz muy aguda.

A veces, cuando no tenía ganas de dar clases, ordenaba cerrar la puerta y frotándose las manos nos decía con gesto picaresco –Jóvenes, hoy voy a resolverles las dudas que tengan- y no eran precisamente dudas técnicas, eran sobre la vida, el sexo y esos temas que nos apasionan a los adolescentes. De él recuerdo especialmente su teoría de que hay que negarlo todo si tu pareja te reclama infidelidad. Incluso nos decía, si te encuentra con otra dile que está equivocada, que tú no eres esa persona.

viernes, 20 de noviembre de 2009

El Capitán Zea Ruano

Era un señor de avanzada edad, diría que cuando nos dio clases ya tenía unos sesenta y cinco años. De voz ronca y seca, caminar pausado y se peinaba el blanco cabello hacia atrás, recordándome a cierta especie de faisán. De apodo le llamaban “el león dormido”. Era el mil usos del Hall, daba clases de lenguaje, sociales, contabilidad, lo que fuera y nunca cambiaba su estilo. Tenía un libro para cada materia, nos dictaba veinte o veinticinco minutos y luego nos decía que estudiáramos lo que nos había dictado. Entonces se quedaba dormido en la silla. Nosotros ya sabíamos que si no hacíamos bulla, podíamos hacer lo que quisiéramos. Incluso en exámenes todos nos quedábamos callados, muchas veces sin contestar nada, esperando a que se durmiera. Cuando esto invariablemente sucedía, sacábamos libros, cuadernos, los más osados se levantaban a copiarle a sus compañeros, todo en absoluto silencio.

Estábamos en quinto y en un examen de sociología había como diez alrededor de mi escritorio copiándome las respuestas, cuando se oyó un estruendo como de bala. Uno de mis compañeros, con toda la mala intención, había dejado caer un grueso libro al suelo. Todos nos quedamos paralizados. El león dormido abrió los ojos, nos vio a todos, y los volvió a cerrar.

Estaba en tercero y la noche anterior había estado de guardia en la garita. No había sido una guardia tranquila porque a media noche habíamos salido a perseguir a unos tipos que estaban violando a una muchacha en un bosquecito que quedaba enfrente, como a media cuadra, y luego nos quedamos tan acelerados que ya ni descansamos ni estudié para el examen del día siguiente. El hecho es que cuando me presenté a resolverlo, tenía la cabeza en blanco. Terminé rápido porque no pude contestar casi nada, pero antes de entregarlo se me ocurrió algo, no le puse nombre. Al día siguiente, confiando en mi buena estrella, me presenté ante él y le dije que como había estado de guardia, no había hecho el examen del día anterior. Él me creyó (como no iba a hacerlo si yo era el mejor alumno de la clase y tenía una cara de que no mataba ni una mosca) y me dio el mismo examen que ya conocía. No está de más decir que para que no sospechara lo resolví con otra letra y deliberadamente contesté algunas malas para sacar sólo noventa. Dos días después nos entregó los resultados, pero no me dio el mío, también preguntó si todos habíamos puesto nuestro nombre en el examen porque había uno que no lo tenía. Al terminar la clase me dijo que quería hablarme en el salón de profesores y que llevara mi cuaderno. Cuando llegué allí me mostró el examen sin nombre y abrió mi cuaderno para comprobar que era exactamente la misma letra. Yo sabía que era una falta muy grave, que incluso me podían expulsar por haber tratado de engañar a un profesor. Él me dijo que en la vida hay que aprender a ser correctos y que si estaba consciente del error que había cometido, le respondí que sí y le di como justificación todo lo que había pasado aquella noche. Creo que le supliqué que no me fuera a reportar. Él sólo me pidió que me retirara. No me reportó y en las calificaciones me puso sesenta (se ganaba con sesenta y uno), fue el único examen que perdí en los cinco años que estuve en el Hall.

El capitán Zea Ruano era famoso por sus dichos, uno de ellos era “Dios dijo, ayúdate que yo te ayudaré. No dijo, te ayudaré siempre” y otro “Si ustedes se van a quedar esperando a que las cosas les caigan del cielo, primero le van a salir dientes a las gallinas” en el fondo, ambos tenían un fuerte mensaje para que actuáramos y tomáramos el control de nuestros destinos.

Los maestros siempre han ganado sueldos de hambre que apenas si alcanzan para sostener a una familia. Ignoro cómo era la situación del capitán Zea Ruano, pero a su avanzada edad, daba clases en el Hall, y en la tarde y noche en la Escuela de Comercio. El pobre hombre tenía que calificar cientos de exámenes y dar infinidad de materias. La verdad es que apenas si tendría tiempo para dormir. Así que no era por pereza que se quedaba dormido en clase, era simple y sencillamente un tremendo agotamiento.

Tal vez no aprendí mucho en sus clases, pero me enseñó el valor de ser correcto.

El Capitán Iriarte

Conforme a las costumbres del Hall, a los catedráticos se les llamaba “capitán” (entiendo que efectivamente en los registros aparecían como capitanes asimilados). A uno de los que más recuerdo y aprecio guardo era a Ramiro Iriarte. Era moreno, de pelo colocho y bigote al estilo Dalí, de mediana estatura, cuerpo fornido, y por la falta de ejercicio, lucía una espléndida barriga, lo que no impedía que anduviera muy erguido. Se ponía licenciado, pero no sé en qué y de él se contaba que en su juventud había sido luchador, que participaba enmascarado usando el nombre de El Fantasma. Que la tarde en la que había perdido la máscara, hasta su esposa había subido al ring armada de una silla para tratar de evitar que se supiera quien era. Era de los profesores fundadores (es decir que estaba dando clases desde la primera promoción) y se caracterizaba porque nunca nos decía nuestro nombre, para él todos éramos “micos”. –Mirá vos mico- o –Bueno micos- eran expresiones comunes en él. Su especialidad eran los estudios sociales y me encantaban sus clases de historia porque más parecía que estaba contando un cuento.

Con nuestra promoción ingresó un su hijo, Byron (creo que era el mayor) pero lamentablemente no llegó a graduarse. En otro apartado narré el gran favor que me hizo con la clase de natación y si mal no recuerdo, fue el único catedrático que me visitó en el hospital cuando me accidenté.

En el Hall era costumbre que cada promoción llevara un nombre. Cuando llegamos a quinto año y tuvimos que decidir, hubo dos finalistas, el capitán Iriarte y el general Vassaux, que para ese entonces era el ministro de la defensa. Yo propuse a Iriarte porque había sido la promoción de su hijo y siempre nos había tratado de manera especial, además quería agradecerle las atenciones que había tenido conmigo y me llamaba la atención que siendo él uno de los profesores fundadores, era el único cuyo nombre no lo llevaba alguna promoción. Pepe Pivaral propuso al general Vassaux, no tanto por que hubiera hecho algo por nosotros sino porque nos abría una ventana de oportunidad (en aquellos tiempos, ser ministro de la defensa significaba, de hecho, ser el próximo presidente de la república). Sus argumentos convencieron a la mayoría y la treceava promoción del Hall se llamó General Lionel Vassaux Martinez.

Casi me quedo paralítico

En 1970 mamá me llevó casi arrastrado a la inscripción de cuarto año. Tenía muy presentes las amenazas del negro Martinez y no dudaba que las iba a cumplir. Para fortuna de los 18 valientes que seguimos, lo habían trasladado a otra base militar (dieciocho… ¿y no que todos, menos Reyes y yo, se sentaban cuando el negro decía que se sentaran los que sí iban a pasar a la Escuela? En realidad allá solo ingresaron 15 o 16, de los otros 30, cuatro estaban repitiendo tercero y los demás buscaron otros horizontes).
Nuestro oficial encargado sería ahora el capitán Aparicio. Aparicio era blanco, espigado, con una mirada penetrante y frío como el hielo. Nunca demostraba sus emociones. El director seguía siendo el coronel (luego general) Lionel Vassaux Martinez.

Era el sábado 21 de marzo, último día que tendríamos que presentarnos ya que la semana siguiente era semana santa y por eso Aparicio nos tenía preparada una sorpresa. Nos llevaron en bus a la parte trasera del Campo de Marte, íbamos con uniforme verde y fusil. Aparicio se puso al frente y comenzamos una carrera a campo traviesa por el bosque que crecía en el barranco. Como a la media hora llegamos a una quebrada de unos cuatro metros de alto y Aparicio se lanzó al vacío. Desde abajo nos ordenó que saltáramos también. Los más valientes de entre nosotros saltaron, los menos osados nos quedamos arriba calculando cómo hacerlo. De pronto uno de mis compañeros, de apellido Contestí, me señaló un pedazo en que un hundimiento del terreno acortaba el salto por lo menos un metro. Allá nos fuimos los dos y nos lanzamos. Como Constestí saltó primero, al que Aparicio controló fue a mi y de inmediato dijo –Salazar y el otro se suben y saltan de nuevo- Casi llorando cumplí la orden, les juro que tenía el presentimiento de que algo malo me iba a pasar. Me paré en la orilla y estaba calculando cómo lanzarme cuando el terreno cedió y me vine de espaldas. Al tocar el suelo rodé hasta una zanja sintiendo un agudo dolor que me dejó sin habla. Apenas escuché gritar –Enfermero, un herido.- Apareció “Aspirina” (así le llamábamos porque para todos los males era lo único que nos daba), quien me puso una inyección y no recuerdo más.

Desperté en el intensivo del antiguo Hospital Militar sobre una cama que en lugar de colchón tenía una tabla y estaba amarrado a ella para que no pudiera mover ni la cabeza. Para ser sincero, no sentía dolor. Mamá estaba a mi lado, acariciándome la cara y llorando a mares. Sólo la dejaron quedarse hasta el momento en que recobré la conciencia. Cuando me quedé solo escuché que por cadena nacional estaban transmitiendo desde el congreso la elección de presidente en segunda vuelta. En ese evento ratificaron la victoria del coronel (luego general) Carlos Arana Osorio (llamado por sus detractores el Chacal de Oriente por la campaña que encabezó en los sesentas y que terminó con la guerrilla en aquella área).
Estaba recordando lo ocurrido cuando vi que venía una asistente de enfermería. Era una jovencita como de mi misma edad, morena, bonita y con ojitos de pícara. Traía una palangana y una esponja para limpiarme (hasta ese momento yo seguía todo sucio de lodo, tal y como había quedado al caer). No me dijo nada, sólo me veía mientras pasaba la esponja mojada por mi cara, mi cuello, mi pecho… y seguía bajando. Yo tampoco hablé y preferí hacerme el dormido mientras ella se dio gusto limpiando todo mi cuerpo, con especial atención en ciertas partes… Días más tarde, cuando me sacaban a tomar el sol al patio y la veía venir, me escondía para que no nos encontráramos.
Al día siguiente me pasaron a una sala con aproximadamente veinte camas, siempre inmovilizado. El lunes o martes llevaron a un oficial, Otzoy era el apellido si mal no recuerdo, quien se había quebrado el cuello al lanzarse a una poza que no era lo suficientemente profunda. El pobre hombre pasaba las noches dando gritos de dolor y no dejaba dormir a nadie.
Mamá llegaba todos los días a verme, papá se asomó también, así como algunos familiares y compañeros de promoción. Incluso algunos de mis compañeros que habían pasado a la Politécnica aparecieron por allí. Mientras tanto los doctores no se ponían de acuerdo. Unos opinaban que había que operarme (me había fracturado la doceava vértebra dorsal y la primera lumbar), otros opinaban que podía recuperarme sin operación puesto que el riesgo de que quedara paralítico si me operaban era del 50%. Finalmente, y supongo que pesó la opinión de mamá, no me operaron y sólo me enyesaron.

Imaginen una caparazón como de tortuga de la que sólo salen las extremidades y la cabeza, así fue el yeso que llevé por tres meses. No fui el único que ese día se había roto la espalda, hasta que regresé a estudiar me enteré que el Chejo (Sergio Pineda) también había corrido con la misma suerte. Así que en cuarto éramos dos tortugas. Con ese chaleco de yeso no podía hacer nada, mamá me tenía que bañar y vestir, no podía sentarme en un ángulo normal sino que quedaba medio recostado, si estaba mucho de pie el peso se recargaba a nivel de la ingle y me producía llagas. Además estaba la picazón. Por más talcos que me echaban, era tan insoportable que varias veces me metí una percha para rascarme y a menudo me rasgué la piel. Recuerdo el alivio que sentí cuando me la quitaron, aunque nunca me he recuperado totalmente y a veces, cuando hace luna llena, siento un dolor que me parte la cintura.

¿Y Aparicio? Bien gracias. Nunca llegó al hospital (el coronel Vassaux sí, ese mismo día y los subsiguientes). Entiendo que le obligaron a pedir disculpas a mamá por lo sucedido, pero cuando regresé a clases, jamás me dirigió la palabra o hizo mención del asunto. Mis compañeros me comentaron que luego del accidente, en lugar de suspender el ejercicio, sólo esperó que me llevaran en camilla y continuó como lo tenía planeado. Uno de ellos incluso me dijo que yo había sido un afortunado porque me había salvado de la peor parte, la que les tocó recorrer cuando me llevaban camino al hospital.
Una vez escribió en el Periódico y como dejó su Email, aproveché para contactarlo. Le comenté quien era y le di de referencia el –para mi- inolvidable accidente. Me contestó muy amable que no se recordaba de mi.
Debí imaginarlo.

martes, 17 de noviembre de 2009

El Negro Martinez Veliz


El capitán José Vicente Martinez Veliz, era el caballero alumno 1-13. Le decían el negro por el color de su piel, que era un reflejo del tono de su corazón. Impresionaba cuando se ponía el uniforme de gala, ya que lo tenía tapizado de condecoraciones. Era maestro de paracaidismo y uno de los pocos que en ese entonces ya tenía placa de combatiente. Además lucía el parche con la carabela que identificaba a los graduados de la Escuela de las Américas en la zona del Canal. Había sido instructor de los cubanos que se prepararon en la finca Helvetia (en Retalhuleu) y que luego fueron conducidos al fracaso que la historia recuerda como la invasión de Bahía de Cochinos, que muchos consideran la gran traición de Kennedy y que meses después, soy de los convencidos, le costó la vida.

Llegó al Hall como oficial encargado de tercer grado, justo cuando a mi promo le tocaba cursarlo y con un objetivo, que todos al concluir el ciclo pasáramos a la Politécnica. El tipo amaba su profesión, era un obsesionado con las armas, le encantaba contarnos anécdotas de su vida y darnos claves para asegurar nuestra sobre vivencia. A veces nos tenía sentados en círculo en alguna área verde, de pronto se sacaba una granada del cinturón y la lanzaba contra nosotros al grito de “¡Ranger!” para probar nuestros reflejos.

Si había algo que le sacaba de quicio era que lo retaran, y el mayor reto que podía hacérsele era decirle que no íbamos a entrar a la Politécnica, algo que nos preguntaba una o dos veces por semana. Normalmente, en uno de esos círculos en los que nos formaba, decía “Siéntense lo que sí van a pasar a la Escuela” y todos menos dos, se sentaban. Nos quedábamos de pie, el gordito Reyes y yo. El tipo se nos dejaba ir y nos comenzaba a pegar con su bayoneta en el pecho mientras nos decía hasta de qué nos íbamos a morir si no entrábamos a la Politécnica, pero ni así claudicábamos. El gordito Reyes tenía sus razones y yo las mías (yo no tenía vocación de militar y lo que es peor, sentía terror de volver a caer en manos de Granados y sus secuaces que estaban esperándome). Como el negro nos había amenazado que nos mataría si regresábamos al Hall luego de vacaciones (para estudiar allí el cuarto año), muchos de mis compañeros no siguieron allá por temor a que la cumpliera.

Para ganar educación física, en tercer año se promediaba el resultado del examen físico con el examen de natación. Algo que para mí no era ningún aliciente porque soy consistentemente malo haciendo ejercicios, tanto en tierra como en el agua. Sin embargo eso de la natación me atraía y mamá me dio permiso para quedarme por las tardes practicando en la piscina. Varias veces el profesor, el capitán Iriarte, se asomó y tomó nota del esfuerzo que estaba haciendo.
Llegó la fecha de los exámenes y Martinez Veliz en persona decidió practicarnos el de educación física, fue llamando a todos mis compañeros de tercero menos a mi, y conforme a las reglas, no podía tomar el de natación si no había hecho primero el otro. Finalmente solo yo estaba pendiente, era el último día de exámenes y el negro consumó su venganza. Me hizo un examen asesino, me hizo repetir todo, como mínimo, dos veces. Dos compañeros me llevaron prácticamente a rastras (en zopilotío como si me hubiera pasado de copas) hasta la piscina. ¿Y qué iba a hacer en la piscina si ni los brazos o las piernas me respondían? Dicen que mi cara estaba tan blanca como esta hoja de papel, casi a rastras me escondí detrás de unos troncos y me puse a vomitar. El capitán Iriarte, sin alzar la vista de su tablilla de anotaciones, ordenó que me desvistiera y que me metiera a la piscina. Cuando ya estaba en calzoneta y temblando por el shock, me dijo más o menos así “Mirá mico, si te pongo a nadar te morís, yo sé el esfuerzo que has estado haciendo, así que sólo atravesate la piscina a lo ancho una vez” Así lo hice (y esos veinte metros me costaron un triunfo, yo que había logrado nadar más de quinientos metros cada tarde). El capitán me entregó mi boleta en la que constaba que había nadado los mil metros y los cuatro estilos con un flamante cien al lado.

Gestos como estos son los que recuerdo y agradeceré siempre mi inolvidable Fantasma.
Supongo que el negro Martinez se ha de haber mordido aquello que las mujeres no tienen cuando, al anunciar los resultados del año, saqué el primer puesto de mi grado y continué como el primer escolta (es decir el tercer puesto en todo el Instituto). Ya les conté las anécdotas del grupo que me acompañaría en la escolta en ese primer año en el que Argueta fue el abanderado. Pero aún hay más.

Para la clausura quiso mi mala suerte que fuera Martinez Veliz el designado para ponerme las placas (equivalentes de medallas) que acreditaban mis logros de ese año. Estas placas eran unos pequeños rectángulos de metal en dónde se decía lo que estaban premiando, por la parte de atrás tenían cuatro pines de metal (semejantes a clavos) que se sujetaban al uniforme con una especie de clips. Se suponía que en el acto nos abrían la guerrera, ponían la placa y por el lado de adentro la sujetaban con los clips, luego nos cerraban el uniforme. Ese era el procedimiento, pero Martinez Veliz tenía otro plan.

En mi álbum hay una foto que inmortaliza el momento. Martinez Veliz está firmes frente a mí sonriendo. Yo le estoy viendo a la cara y sonrío a la vez. Parecemos dos personas satisfechas de lo que hemos hecho. Sin embargo, lo que la cámara no llegó a captar fue que el desgraciado nunca me abrió la guerrera y nunca me puso los clips; colocó las dos placas en mi uniforme y de un puñetazo la ensartó en mi pecho. Pasé muchas semanas con ocho agujeritos en el pecho, recordándome a mi rencoroso capitán.Años más tarde me contaron una tenebrosa historia del Negro, trataba sobre la manera como había muerto su esposa y el papel que se sospechaba había jugado él en esa situación.

Enrique Urizar

Urízar estaba en segundo año cuando nosotros ingresamos. Recuerdo que era de los antiguos “malos”, de los que nos pegaban, nos robaban comida y dinero, sin embargo a mediados de año sucedió algo que cambió su comportamiento: casi muere degollado. Entiendo que estaba parado sobre un lavamanos y éste cedió a su peso, cuando él cayó se dio con el cuello contra la parte que se había roto del lavamanos y se abrió el cuello. Desde entonces le quedó una tremenda cicatriz como si fuera Frankestein, y retomó las creencias cristianas de su familia.

En tercero decidimos editar un periódico estudiantil. Cada tarde iba a mi casa y trabajábamos hasta pasadas las ocho de la noche en el famoso periódico. Como le había dado hepatitis, mamá le preparaba comida sin grasa.

Urízar repitió tercero y terminó graduándose con la décimo cuarta promoción, lo volví a ver un cuarto de siglo después y casi no lo pude reconocer ya que había engordado tanto. Sin embargo conservaba la misma sonrisa y buen carácter que le quedó luego de su accidente con el lavamanos.

Ganando Conta con Chivo

Esta anécdota me recuerda aquel dicho de que “no hay que escupir al cielo porque te cae en la cara”. Estaba en tercero y el león dormido nos estaba dando contabilidad. De la bendita clase, no entendía nada, eso del debe y el haber era peor que filosofía etrusca para mí. Mal que bien y con la ayuda que nos dábamos todos, fui pasando los parciales, pero venía el temido final en donde no iba a ser Zea Ruano el que nos cuidara y yo seguía tan ignorante de esa materia como el primer día que la había recibido. Así que decidí tomar una medida heroica: la iba a ganar usando chivo. Me pasé incontables noches haciendo diminutas fichas con las partidas contables típicas, y llegado el día, confieso que las usé. Recuerdo que cuando alguno de mis compañeros se declaró sorprendido por mi acción le dije que de todas formas “esa era la última materia que iba a necesitar saber en mi vida”.

En 1982 me estaba graduando de Contador Público y Auditor…

Visita del Presidente Johnson

En 1968 visitó Guatemala el presidente de los Estados Unidos. Estuvimos en el aeropuerto para recibirlo y despedirlo. De esa visita tengo dos recuerdos.

El primero fue el pánico que sentimos cuando el Air Force One (un avión inmenso) se parqueó tan cerca de nosotros que literalmente quedamos debajo del ala. No salimos corriendo sólo porque fue mayor el temor por las consecuencias que esa acción nos podía acarrear.

El segundo fue que el presidente venía con toda la familia, incluidas sus dos hijas (calculo que tenían entre 18 y 20 años). No solo eran preciosas sino que venían con unas minifaldas que allí mismo le agradecimos a los pilotos del Air Force One por habernos dejado al pie de la escalinata ¡Imagínense la vista que tuvimos de las gringuitas!

El Chapotín Veliz


Cuando al terminar segundo año perdí el estandarte, lo hice a manos del sargento Veliz, un muchacho de pequeña estatura y ojos verdes de la décimo primera promoción. Le habían puesto de apodo “chapotín” por un delfín que salía en un programa de televisión. Difícilmente he conocido a alguien más amante de la disciplina que él. Veliz odiaba a los de mi promoción porque cuando habíamos ido a una práctica nocturna por la laguna del Pino, lo habíamos emboscado y le habíamos dado una paliza tremenda para vengarnos de cómo nos trataba. La verdad me sentía un poco incómodo, porque tenía cuello con él y cuando castigaba a todos mis compañeros siempre decía –Salazar no-, de manera que decidí no hacerle caso y hacía castigo con los demás.
Da gusto ver las fotos de cuando él era el portaestandarte, nunca marchamos tan gallardamente. Entiendo que se hizo médico, se fue a vivir a Estados Unidos y se volvió famoso por allá.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Matan a los embajadores

Mi estadía en el Hall (1967-1971) coincidió con el recrudecimiento de la lucha contra la guerrilla urbana, pero nosotros no lo sabíamos. Hubo algunos indicios, como cuando nos dieron la orden de llevar ropa de civil en una mochila y que no usáramos uniforme fuera de las instalaciones del Instituto, o que tras los buses circularan jeeps con soldados armados. Algo intuimos cuando, en un lapso de menos de un año, nos tocó velar los restos de dos embajadores que habían sido asesinados, John Gordon Mein de Estados Unidos y el conde Karl von Spreti de Alemania.

Al embajador norteamericano lo asesinó un comando guerrillero en los alrededores de la Plazuela España; al alemán lo secuestraron, y como el gobierno no cedió a las demandas de sus captores, dejaron el cuerpo con varios disparos en una casa abandonada cerca de la capital.No recuerdo mayores detalles de lo que hicimos, sólo tengo la idea de que estuvimos en el aeropuerto para despedir los restos cuando los retornaron a sus países.

Talentos y puntos

También estaba en segundo cuando canal 7 lanzó al aire un programa en el que alumnos de diferentes instituciones de secundaria acudían a concursar e iban acumulando puntos con cada triunfo (como si fuera un campeonato de fut) hasta llegar a la gran final. Cuando escogieron al equipo que defendería el honor del Hall, la mayoría eran alumnos de tercer año, pero nos incluyeron a López Jiménez y a mi. Al contrario de los malos, que eran liderados por Granados, estos eran los buenos (recuerdo que estaban mi centenario, Ellezingue, el loco García Villavicencio, el negro Avilés, Cordero, etc.) Fuimos a competir como seis o siete veces y siempre ganamos, de manera que nos clasificamos a la gran final (estoy tratando de hacer memoria contra quienes nos enfrentamos, estoy casi seguro que fue contra el Liceo Guatemala). Esta se celebró en noviembre (ya habían concluido las clases) y para los amigos de tercero tenía un significado especial porque la mayoría de ellos ya no seguiría en el Hall pues pasaría a la Politécnica. De manera que decidieron excluirnos a López y a mi del equipo que competiría ese día. López ni llegó, yo sí por aquello que faltara alguno y tuviera que completar el equipo. Sin embargo todos llegaron y me tocó estar atrás, casi como espectador. Ambos equipos llegaron empatados hasta la última pregunta de la noche. Casualmente preguntaron algo de historia que yo sí sabía. Hubiera querido gritar la respuesta en nombre del Hall pero no podía, así que tuve que tragarme la frustración cuando mis compañeros contestaron equivocadamente y los del Liceo se llevaron el triunfo.

En el camino de regreso no había quien me aguantara, les fui echando en cara que yo sí sabía la respuesta en un abierto reclamo por haberme excluido del equipo en la final. Fue tanto mi enojo que me negué a competir en años subsiguientes.

El Pío Cuellar y los clavados en pelota

El oficial que tuvimos en segundo año era el teniente Porfirio Cuellar Estrada, más conocido como el Pio Cuellar. Realmente, luego de compararlo con los otros locos que tuvimos de instructores, debo decir que fue de los más calmados. Al Pío le encantaba la educación física (por culpa de su afición fue que se me ocurrió lo del desgarre en los músculos del estómago porque ya no aguantaba tanto entrenamiento físico) y cuando uno menos lo esperaba (o tal vez cuando no tenía ganas de dar clase) nos llevaba a la piscina y nos ordenaba desnudarnos hasta quedar como Adán en el paraíso. Luego nos hacía subir al trampolín y tirarnos de espalda y de cabeza. Sólo había un pequeño detalle. Desde la colonia Lomas de Pamplona, que quedaba barranco de por medio, se podía ver todo lo que pasaba en la piscina. Lo descubrimos por el reflejo de varios lentes larga vista a través de los cuales nos observaban. Después de ese incidente, el Pio optó por otro tipo de ejercicio menos expuesto a la lascivia de los mirones.

El desgarre de los músculos del abdomen

Esto se me ocurrió cuando estaba en segundo para no hacer castigos ni ejercicios físicos, el engaño duró como tres meses y nunca me descubrieron. Resulta que comencé a decir que el doctor me había ordenado no hacer ningún esfuerzo físico porque tenía un desgarre en los músculos del estómago. Tal vez como lo decía con tanta convicción, y era el segundo mejor alumno de todo el Instituto, me lo creyeron. A nadie se le ocurrió ir a la enfermería o pedirme la orden que siempre firmaba el doctor autorizando la suspensión de hacer ejercicios. Llegó un momento en que ya todos daban por sentado el cuento y ni se molestaban en preguntarme por qué no estaba corriendo o arrastrándome con los demás. Como la gracia estaba en sentir que le estaba tomando el pelo a mis superiores, cuando ya nadie me lo cuestionó, un día volví a hacer ejercicios con los demás. Cuando me preguntaron, les respondí que el doctor decía que ya estaba curado.

Alumno honorario de la Escuela Militar Gran Mariscal de Ayacucho

En segundo (1968) nos visitó una delegación de la Escuela Militar Gran Mariscal de Ayacucho de Venezuela. Lo emocionante de esta visita fue que a López Jiménez y a mi nos dejaron un diploma que nos acreditaba como alumnos honorarios de esa escuela. Si nadie ha tocado lo que no le corresponde, ese diploma sigue descansando debajo del colchón de la que era mi cama, en la casa de mamá.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Vienen los restos de Irrisarri

En algún momento de 1968 el gobierno de Méndez Montenegro decidió repatriar los restos de Antonio José de Irrisarri. Este bendito señor, ignoro por qué azares del destino, a pesar de ser guatemalteco, terminó siendo presidente de Chile y menos sé por qué no lo dejaron descansando allá. El hecho es que nos tocó ir a traer sus restos al aeropuerto y llevarlos en cortejo hasta el Palacio Nacional.

Estábamos en plena época lluviosa y un tremendo chubasco comenzó a caer cuando ni siquiera habíamos llegado a la torre del Reformador. El portaestandarte, en este caso yo, tenía que llevar la bandera al frente, sosteniéndola con una sola mano (al contrario del abanderado que la llevaba descansando sobre el hombro). La tela enguatada llegó a absorber tanta agua que ya no la podía sostener ni con las dos manos. Uno de los oficiales se dio cuenta y me autorizó a bajarla para llevarla igual que la otra bandera. Estaba tan pesada que el asta se me había, literalmente, ensartado en la ingle y cuando hice el esfuerzo para sacarla del soporte, como que me pasé de fuerza y solo alcancé a ver que el escudo de metal que estaba al otro extremo salía volando para aterrizar en un charco al pie de la banqueta. Uno de los “cajas” corrió a recogerlo y seguimos diz que marchando bajo ese diluvio.

Dejamos lo que quedaba del difunto luego de un siglo de haberse despedido de este mundo, en el salón principal del palacio y a los que lo habíamos llevado hasta allí, nos dieron el resto de la tarde libre. Fui a mi casa hecho una sopa, con la preocupación de secar el uniforme y los botines porque al día siguiente nos tocaba desfilar del palacio al cementerio. Como siempre he sido medio práctico para resolver problemas se me ocurrió poner los botines en el horno (en ese entonces no existían los de microondas) y me recosté a tomar una siesta. Un desagradable olor me despertó dos horas después. Una humareda salía de la cocina. Del horno apenas logré rescatar una masa negra. Salí corriendo a buscar a mamá a su trabajo. Creo que prestó entre sus compañeras para poder ajustar los veinte quetzales que costaban unos botines nuevos (eso era casi la cuarta parte de su sueldo). Los compré en una zapatería frente al parque Concordia y regresé a casa rogándole a Dios que se acabara pronto ese día tan difícil.

Al día siguiente, luciendo botines nuevos, salí del Palacio llevando el estandarte (ya le habían soldado el escudo al asta), con rumbo al cementerio. Pero la gallardía me duró poco. Menos de diez cuadras después sentía los pies en carne viva y como que me habían untado chile en ellos. Así aprendí, de la manera más dura, que nunca se deben estrenar zapatos en un desfile. Las ampollas, del tamaño de pelotas de ping pong y que fueron reventándose en el trayecto, tardaron más de una semana en cicatrizar.

El hijo del héroe del 2 de agosto

2 de agosto de 1954. El Sargento de Caballeros Cadetes Luis Araneda muere combatiendo contra las tropas del ejército de liberación, dejando a su novia embarazada. El niño recibió el nombre de su padre, pero como no se había legalizado la unión, tuvo que llevar el apellido de su madre. En 1968, el hijo de éste héroe ingresaba al Hall.

Recuerdo a su mamá como una señora jóven y muy atractiva (tenía cabello pelirrojo y cuerpo bien formado). Nunca supe por qué, pero ella se mantenía en el Hall y recibía toda clase de atenciones de los oficiales.A Luis, ahora médico obstetra, me lo he encontrado varias veces en los corredores de Europlaza, le he preguntado por su mamá y me ha dicho que está bien. Una vez los vi en un restaurante y los saludé, me conmovió ver a esa ancianita por todos los sacrificios que ella ha vivido y que me inspiró para escribir mi novela,

Ganamos la bandera


Faltando una semana para concluir el ciclo escolar de 1967 nos comunicaron la grata noticia que López Jiménez y yo habíamos ganado el primer y segundo lugar en todo el Hall y que por lo tanto éramos los nuevos abanderados.

Esos últimos cinco días fueron de continuos golpes y castigos, recuerdo una tarde cuando nos hicieron arrastrarnos por todo el barranco que quedaba atrás, comer grama y beber del río de aguas negras que corría al fondo.

Cuando veo las fotos de esa clausura, siento dos dolores en mi alma. El primero por esa esbelta figura (con diez pulgadas menos de cintura) que nunca volveré a recuperar; el otro porque tengo que darle la razón a Rueda con esa su frase que asesinaba la gramática –Salazar, enderezca la cabeza-

Los Mulet

En el Hall había algo así como dinastías, varios hermanos que pasaban por allí y que los identificaban por sus apodos. Recuerdo a los Piochas (Rosales Mendez Ruiz), cuatro hermanos brillantes desde el punto de vista académico; los Pollos (Álvarez) tres que son recordados por molestones; los Picheles (Ruiz Morales) dos que también destacaron académicamente, pero los que definitivamente son inolvidables por diferentes, son los Mulet, los tres hermanos Mulet Lessieur y los dos primos Byrne Mulet.

Los Mulet Lessieur eran hijos de un periodista francés de apellidos Mulet Descamps de quien no tengo idea cómo fue que vino a parar a Guatemala. El mayor, Edmond era de la décima promoción pero perdió un año e iba con la once. Según decían, era el que más había sufrido porque cuando ingresó tuvo que aguantar las burlas y castigos que le propinaron por ser diferente (todos eran rubios y de ojos claros, por la educación que habían recibido en su casa, se comportaban de manera refinada, lo que chocaba con la manera de ser de la mayoría de alumnos en el Hall). Contaban que los primeros días había llegado con pantalones cortos de tirantes y calcetines altos. Edmond, al igual que yo, jamás estuvo en un pelotón de fusileros, él se refugió en la banda de guerra y los dos años que compartimos siempre fue el segundo del encargado. Como era alto y blanco, destacaba al frente de los cornetas marchando con mucho entusiasmo aunque sus compañeros se burlaban de que, siendo ya de últimos años, sólo estuviera en la banda. Recuerdo un viaje que hicimos para desfilar en un pueblo llamado el Jícaro y que al regreso compartimos asiento en el bus. En ese tiempo estaba en segundo y era el portaestandarte. Comenzamos a platicar y pronto nos pusimos a comentar libros que habíamos leído, para nuestra mutua sorpresa compartíamos gustos y las horas se nos hicieron cortas. Entonces cambió mi imagen de él, me di cuenta que si bien no destacaba en los estudios, tenía una cultura envidiable. Con el tiempo fue destacando en el cuerpo diplomático y en el año 2007 lo nombraron secretario de la misión de la ONU en Haití, luego llegó a secretario general adjunto, todo un honor para Guatemala.

Maurice, el segundo, era de la once pero iba con la doce. Era delgado y no muy alto, molestón y rebelde.

Y luego estaba André, el pequeño, el de mi promoción. André se parecía más a Maurice y estábamos en la misma sección. Como tenía dos hermanos grandes (uno en segundo y otro en tercero) no lo golpeaban, a los antiguos les divertía con su inocencia. Recuerdo que hasta los malos de Granados lo rodeaban y le decían –Nuevo, decí malas palabras- André, con su carita pecosa y sus grandes ojos azules, decía con vocecita aflautada –Malo, feo- y los antiguos se doblaban de la risa. En aquella época era obligatorio que nos pusieran varias vacunas, entre ellas la de la tuberculosis. Primero nos ponían la prueba de la tuberculina que era un poco de líquido que aplicaban justo debajo de la piel y que formaba una bombita, como ampolla. Nos ponían en fila y Aspirina con otro enfermero iban aplicándola (no me pregunten de higiene, ellos llenaban su jeringa y usaban una misma aguja para todos). Yo iba justo detrás de André y vi que cuando se la pusieron, se puso blanco como papel y se desmayó.

Al profesor de artes industriales, de apellido Samayoa, le decían “padrote” no me pregunten por qué, ese no es un apodo del que uno pueda sentirse orgulloso. El bendito padrote nunca se quitaba los lentes oscuros, en realidad nunca le vi los ojos, lo cual era peligroso el día de los exámenes porque no podías saber si te estaba controlando cuando sacabas el chivo o el cuaderno. Resulta que uno de los experimentos que le gustaba hacer era regar agua en el piso, luego metía un alambre en un tomacorriente y nos obligaba a arrodillarnos y poner las manos en el agua, entonces, mientras tomaba el alambre metido en el tomacorrientes con una mano, nos comenzaba a pasar la otra por la cabeza pelona. Era una sensación rarísima, como si miles de alfileres se estuvieran clavando en tu cerebro. No está de más decirles lo que pasó cuando a André le tocó sentir al experimento.

Edmon y Maurice sí se graduaron del Hall, André estuvo dos o tres años, luego tomó otro camino.

Enrique Byrne era de la promoción de Carlos Braulio, tenía mucho parecido físico con André y fue el más “normal” de los cinco. En cambio Donald, su hermano pequeño, cerró con broche de oro el pentágono de los Mulet. Donald era de la promoción de manzanita, y si me permiten decirlo, parecía muñequito. De ojos azules y rasgos finos, se veía precioso con los uniformes. No lo traté mucho en el Hall, pero años después me sorprendió verle con sotana, pero también a veces por las noches en las discotecas, disfrutando la compañía de otros jóvenes. Entiendo que finalmente abandonó el sacerdocio y decidió salir del closet.

Redoblantes y trompetas

Una institución como el Hall no sería lo mismo sin redoblantes y trompetas. Cuando ingresé eran dos compañías con tres pelotones y la banda de guerra. Cada compañía tenía su “caja” como le llamábamos a quien tocaba el redoblante que iba marcando el paso durante la marcha. Uno de ellos era de apellido Archila, un gordo moreno que sudaba como nunca he visto a nadie hacerlo y que se especializaba en darnos a los nuevos con las baquetas en la cabeza. El otro era el chino Muralles. A ambos les encantaba su oficio y tocaban de maravilla el redoblante dándonos el ánimo para marchar.

Hasta donde recuerdo, Archila no se graduó. Años después me enteré que sufrió de diabetes y que le habían tenido que amputar las piernas, poco después murió. Muralles fue asesinado a fines del 69 en los alrededores de la plaza Berlín por un grupo de los llamados Centuriones, por el único pecado de estar pelón y celebrando que ese día les habían anunciado que sí se graduarían algunas semanas después.En los cinco años que estuve allí escuché a algunos compañeros sacar unas notas tan limpias y vibrantes a la corneta que realmente nos ponían la piel de gallina. Lamentablemente se me han olvidado los nombres de esos virtuosos.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Muñoz Piloña

Le llamaban el enano Muñoz Piloña, iba con la onceava promoción pero en realidad había ingresado al Hall de San Marcos y cursado el primer año allá. Estaba en tercero cuando nosotros ingresamos y ya era cabo efectivo. Lo que le faltaba en estatura le sobraba en liderazgo. No era de los “golpeadores” sino de los “exigentes”, no toleraba nada menos que la excelencia. Al finalizar el primer año él me examinó de educación física y si bien no perdí, apenas logré pasar con la nota mínima (pasé mucho tiempo pensando que si hubiera sacado unos veinte puntos más, la bandera hubiera sido mía y no de López Jiménez).

En enero siguiente ingresó a la Politécnica, una vez escuché la anécdota que para lograrlo, se empinó cuando lo midieron porque no llegaba al 1.60 mínimo que pedían para admitirlo, algo que se hacía obvio en los desfiles, porque él era el más pequeño de todo el batallón de cadetes.
Íbamos con alguna frecuencia a visitar a los ex alumnos del Hall que estaban estudiando allá. Recuerdo especialmente una vez que lo encontramos todo moreteado, se notaba que le habían dado una soberana paliza. Al ver nuestra cara de sorpresa nos dijo que por favor lo disculpáramos si alguna vez nos había tratado mal. Sacó fuerza de flaqueza y se graduó como oficial en el año 1972.

Diez años después, cuando ya era capitán, organizó el movimiento que llegó a conocerse como de oficiales jóvenes que derrocó al general Lucas y puso en el poder al general Ríos Mont. Cuando el ejército recuperó su organización jerárquica y sustituyó a Ríos Mont por Mejía Víctores, los días de Muñoz Piloña estuvieron contados. Al poco tiempo causó baja, formó una compañía de servicios de seguridad. Muchos detalles de cómo organizó el golpe y lo que vivió en esos meses que acompañó a Ríos Mont en el poder, los supe de su propia boca algunos años después, en una amena charla que duró toda una noche.

Peña y los aguacates

Carlos Federico Peña Ortiz era uno de los más pequeños de la promoción. Era rubio, de pelo colocho, pecoso y ojos color miel. Fue el primero de varios hermanos que pasaron por el Hall. Él también se iba en el bus 2 y fue otra víctima de un experimento de los antiguos. Resulta que Peña tenía la voz muy aguda y uno de ellos decidió que tenía que ponerse ronco; para lograrlo lo hacía comerse un aguacate diario. Lo gracioso del caso es que de tanto obligarlo (o tal vez fueron los aguacates), a Peña se le puso un vozarrón que sonaba desproporcionado para su estatura. Cuando ya era antiguo, daba risa cuando se acercaba por detrás de algún nuevo y le ordenaba algo. El nuevo se volteaba viendo hacia arriba, esperando encontrarse con un inmenso antiguo y poco a poco bajaba la vista para encontrarse al antiguo Peña, bajito y con el ceño fruncido.Peña se graduó en la Politécnica, me lo encontré por la zona 3 cuando fue el terremoto, supervisando la labor de un pelotón de soldados cuando estábamos descombrando y quemando cadáveres, luego me contaron que fue uno de los fundadores de la escuela de Kaibiles y me alegró mucho enterarme, hace un par de años, que lo habían ascendido a general.

Pedro Granados y sus secuaces

¿Creen en las coincidencias? Yo sí. Hoy es domingo 17 de Mayo de 2008, acabo de regresar de estar con mis hijas y cuál no sería mi sorpresa de haber visto, en el café a donde fuimos a refaccionar, a uno de los secuaces de Granados, su nombre es Juan (dejémoslo allí).

Los de ese grupo de la doceava promoción parecían estar tocados de la cabeza. Les encantaba golpear y vejar de todas las maneras posibles, y lo que es peor, nadie los denunciaba ni se atrevía a ponerlos en su lugar. Uno de ellos, de apellido Rueda, tenía fijación con mi cabeza torcida, y cada vez que me miraba me decía “Salazar enderezca la cabeza”.

1971. Desfile del 30 de junio. Una celebración especial porque era la del centenario de la revolución liberal, era mi último desfile. Estábamos en el Campo de Marte. El batallón de la Politécnica ubicado frente a nosotros. El abanderado era ¡oh sorpresa! el cabo Pedro Granados. De pronto comencé a observar el inconfundible balanceo que anunciaba su inminente desmayo. Y si eso, con el abanderado del Hall era inconcebible, ya podrán imaginar que cayera el abanderado de la Politécnica, en plena celebración del centenario de la revolución. Que Dios me perdone, pero yo no le quitaba la vista de encima ansiando ver ese momento. Vi como llegó el enfermero a hacerle oler esa sustancia que golpeaba en el cerebro y que nos hacía reaccionar, al mayor (luego general) de la Cruz, que en ese entonces era el comandante del batallón, darle con el filo de la espada en la espalda sin mayor disimulo, pero nada surtió efecto. Minutos después Granados daba con su humanidad contra el suelo. El escolta que estaba al lado apenas si pudo tomar la bandera antes que cayera con él. Dos cadetes arrastraron al inerte abanderado fuera de la vista del público.

Granados ni siquiera llegó a concluir ese año, entiendo que cayó en una crisis de indisciplina y furia y terminó siendo expulsado de la Escuela; por un tiempo no se supo más de él.Uno o dos años después (no recuerdo exactamente la fecha), me contaron que él era uno de los guerrilleros que había caído en un fallido intento de tomar el Campamento Tortugas en Izabal. Pasó el tiempo y un día conversando con un oficial del ejército, me dijo que Granados no había muerto en el ataque, que lo habían capturado vivo. –Aguantó cinco días- fue su lacónico comentario que me dio a entender tanto.

Jorge Argueta


Mayo de 2008. Acabo de leer una esquela que indica que el ingeniero Jorge Argueta Estrada falleció ayer. Según mis cálculos ha de haber tenido 52 años, mis recuerdos me llevan a octubre de 1969, hace casi 40 años.

Estaba terminando tercer año, un año difícil por la presión que nos hacía el negro Martinez Veliz (eso lo cuento en otro apartado). Mis bajas notas en educación física y en mecanografía impidieron que recuperara la bandera del Hall. A López Jiménez le pasó lo mismo, la nota de mecanografía hizo que perdiera la bandera (no es echarle el muerto a la Tere, así le decían al profesor de mecanografía –creo que se llamaba Tereso- pero se paseó en nosotros, los dos mejores alumnos de ese grado).

Cuando anunciaron los resultados, había sacado el primer puesto de tercer año, pero me tuve que conformar con el tercer puesto de todo el Hall y por lo tanto seguir siendo el primer escolta. El nuevo abanderado era Jorge Argueta Estrada y el portaestandarte Jesús Aguirre Loarca, ambos alumnos de primer año. Era una promoción de superdotados, porque de los cuatro escoltas, otros dos eran también de primer año, Ader Soto Arana y Rodríguez. El sexto del grupo era de la doceava promoción, Funes Toledo.

La displicencia de Funes era legendaria, simple y sencillamente, aunque era el más antiguo se desentendió del grupo y me dejó la responsabilidad de hacerme cargo de entrenar, en menos de una semana a cuatro nuevos para que asumieran la responsabilidad de ser los abanderados y escoltas. Quienes más problemas me dieron fueron Soto y Rodríguez, ellos tenían que llevar fusil el día de la clausura y sus físicos no daban para ello (Soto era pequeñito, creo que no llegaba a medir 1.40, el fusil con bayoneta le pasaba en altura; Rodríguez era flaco, más flaco que cuando yo tenía su edad). Ellos pusieron mucho empeño y logramos no hacer el ridículo en esa clausura aunque varias veces sudé frío ante el temor de que no fueran a salirnos las cosas.

Argueta era bastante reservado y del tiempo que compartimos, recuerdo lo que ocurrió un 20 de febrero (día de Tecún Umán). Ese día nos tocaba desfilar desde el parque central hasta el monumento que queda cerca del zoológico, escuchar el repetitivo (lo oí cuatro veces) discurso de un señor de apellido Téllez enalteciendo al héroe nacional, y luego reemprender la marcha hasta el Instituto. Era el desfile más largo de los tres que tradicionalmente realizábamos en un año. Nos obligaban a presentarnos a las cinco de la madrugada y a las siete estábamos en el punto de partida (al costado de la Catedral). Esa mañana noté a Argueta muy pálido, al preguntarle me comentó que su mamá estaba por dar a luz, que apenas si había dormido la noche anterior y que ni siquiera había desayunado. La combinación de desvelo y ayuno le pasó la factura y cuando estábamos de plantón frente al monumento, comenzó a balancearse, claro indicio que iba a desmayarse. ¡Pero él era el abanderado! Cualquiera de nosotros podía caer menos él. En cuanto el comandante del primer pelotón, un teniente de apellidos Gonzalez Taracena (que luego llegó a general y a ministro de la defensa) se dio cuenta, se acercó y comenzó darle golpes en la espalda mientras le amenazaba que si caía, que de una vez abriera un hoyo allí para enterrarse. Yo estaba a su lado derecho y comencé a hablarle para animarlo, pero realmente él estaba mal. Entonces decidí poner mi mano izquierda a nivel de la cintura para que él se recargara en el ángulo que se formaba con mi brazo. Gracias a Dios la estratagema dio resultado y Argueta pudo aguantar hasta que concluyó el acto. Sin embargo cuando reemprendimos la marcha, mi brazo estaba totalmente dormido y a duras penas pude con el fusil. Cuando él me contó que había tenido una hermanita, decidí llamarla María Tecún para recordar el acontecimiento (no creo que le haya gustado mucho, pero nunca me lo dijo).

Al mismo tiempo que yo entraba a la Universidad, Argueta y Aguirre lo hacían a la Escuela Politécnica. Entiendo que, al igual que había pasado con López Jiménez, los envidiosos se encargaron de hacerle la vida imposible pero él no tuvo la suerte de Miguel Ángel de que hubiera becas disponibles, así que dos meses después estaba de vuelta en el Hall, llevando su fracaso a cuestas. Para ese entonces (1972) ya estaban mis primos Carlos Braulio y José Humberto en el Hall y ellos me pusieron al tanto del cambio en comportamiento que estaba sufriendo. Parecía que estaba buscando quién se las pagaba y no quien se las debía. Cuando tuve la oportunidad le escribí diciéndole que recapacitara, que dejara atrás la experiencia en la Politécnica y que volviera a ser el alumno brillante que siempre había sido. Nunca recibí respuesta, pero pasados algunos años me lo encontré (para ese entonces ya era ingeniero y según entiendo piloto aviador), entonces me dijo que esa carta le había hecho recapacitar y cambiar su conducta.

Aguirre sí terminó sus estudios en la Politécnica y siguió como oficial del ejército. En un libro se le menciona como el oficial que lanzó a un famoso comandante guerrillero vivo, al cráter de un volcán en erupción.

Soto fue asesinado, junto con otros estudiantes de ingeniería en un carro que circulaba por el anillo periférico, cuando el gobierno de Lucas desató su represión contra la comunidad universitaria.

De Rodríguez no volví a saber nada.

Manzanita

“Manzanita del Perú… ¿cuántos años tienes tú?” Esa frase me lleva a inicios de 1971, estaba en quinto año, y era el mayor (luego general) Otto Ponce quien se acercaba a un alumno de reciente ingreso, pequeñito, de carita sonrosada y redonda, que al sonreír enseñaba unos dientes como de conejito. Quiso el destino que le asignaran el número 17-2 y que fuera mi centenario. Sergio había tenido un hermano de la 15 promoción. El día que el hermano mayor cumplió 15 años, los papás le dieron de regalo una moto, dos días después le estaban enterrando.

Tal vez fue el saber eso, o una natural simpatía que nació entre nosotros, lo que hizo que me dedicara a cuidarlo como si fuera mi hermano menor (debo reconocer que ni con mi primo Carlos Braulio tuve tantas atenciones cuando ingresó al Hall). Es cierto que para esa época ya era sargento y que me pusieron como encargado de la compañía de nuevos, lo que me daba la autoridad para controlar a los antiguos que merodeaban por las secciones de primer año buscando qué les robaban o cómo los vejaban. Que lejano estaba de que con el correr de los años iba a cosechar lo que estaba sembrando.

1976. El año del terremoto y del ingreso de mi hermano David a la Escuela Politécnica. Siempre voy a tener la duda de si él entró porque sentía la vocación o porque nuestro primo José, con quien tenía especial afinidad desde pequeños, había ingresado un año antes. El hecho es que cada visita de los jueves era una pesadilla para mamá y para mí. David estaba desesperado. Nos rogaba que le sacáramos de allí y por más que usaba todas mis dotes de convencimiento, sus ruegos eran cada vez más apremiantes. Estaba un día de visita cuando a la salida me crucé con un sargento de último año… Cuál no sería mi sorpresa cuando se acercó a saludarme. ¡Era Manzanita! Platicamos un poco de los viejos tiempos y entonces decidí solicitarle su ayuda con David. Él lo tomó bajo su protección y de esa manera mi hermano aguantó el primer ciclo. (Dios, sé que la historia ya está escrita pero ¿hubiera cambiado algo en el destino de mi hermano si yo no intervengo para modificarlo? ¿Por qué no le hice caso a las señales que decían que el futuro de David no estaba en la milicia?)

Luego de su graduación no volví a ver a Manzanita. Algunos años después, con el corazón partido, acompañé al capitán de aviación Sergio Cifuentes Ramos a su última morada. Viví la congoja de sus padres y la de su novia y recordé a ese niño de carita redonda y dientes de conejo que a la pregunta –Manzanita del Perú, ¿cuántos años tienes tú?- Respondía con una sonrisa –Doce mi mayor.-

(Él era piloto de helicópteros y su nave fue derribada en el altiplano. Según me contaron, sobrevivió a la caída, pero había perdido las piernas, murió desangrado antes que la patrulla de rescate llegara al lugar. Ese día me tocó asistir a dos velorios, el de él y el de Muñoz, un compañero de promoción que iba de pasajero.)

viernes, 13 de noviembre de 2009

Miguel Angel Lopez Jimenez


Me siento orgulloso y honrado de poder decir que conviví con Miguel Ángel por varios años. Él fue quien, al terminar primer año, ocupó el primer lugar de todo el Hall y por lo tanto ganó el derecho a llevar la bandera al año siguiente, y al terminar segundo, volvió a repetir el logro.
Miguel Ángel, como todos los superdotados, era especial. Era hijo único y sus papás más bien parecían sus abuelos (a veces me he preguntado si no sería adoptado). Era de pocas palabras, sonreía de una manera sarcástica y vestía unos uniformes que parecían corazas (nunca volví a ver a alguien que vistiera un uniforme así, sin una arruga). Aclaro, no fuimos amigos, en realidad no recuerdo si él tenía alguien cercano en el Hall.

Al terminar tercer año perdió mecanografía y con ello la posibilidad de retener la bandera. De todas formas su plan de vida era seguir en la Politécnica, así que aparte del efecto anímico, esto no tuvo consecuencias prácticas. Entró a la Politécnica y allí se encontró con una partida de resentidos que iban un año antes que él, quienes le hicieron la vida imposible, tanto que en la primera oportunidad que tuvo, ganó una beca para una Escuela Militar en América del Sur. Allá finalizó sus estudios como el primero de su promoción. Cuando regresó a Guatemala, le nombraron instructor en la Politécnica. Me lo volví a encontrar en esos días porque mi hermanito estaba estudiando allí. Y lo que no pudimos hacer cuando fuimos compañeros en el Hall, se volvió una rutina. Cada vez que llegaba a visitar a David, Miguel Ángel se aparecía por allí para que conversáramos. Era curioso, en esos tiempos era cuando estaba viviendo mi etapa de mayor antimilitarismo y él lo llevaba impregnado hasta los huesos, pero con una pequeña diferencia. Nuestras conversaciones giraban alrededor de la decepción que Miguel Ángel experimentaba sobre cómo se manejaban las cosas en el ejército de Guatemala y la falta de contacto que la institución tenía con las bases de nuestra sociedad. Ese marco de ideas que eran afines a las mías, se convirtió en el punto de partida para nuestras charlas. Miguel Ángel quería cambiar el sistema, creía en un ejército del pueblo y para el pueblo, sin prebendas ni abusos. Le fascinaba escribir y aprovechaba cada momento libre para plasmar en papel sus ideas. Pero esos escritos no merecían el beneplácito de sus superiores y pocos fueron publicados.

Uno o dos años después recibí una noticia que me impactó más que si me hubiera caído un rayo encima. Miguel Ángel había sido asesinado. La versión oficial fue que un comando guerrillero lo había emboscado a él y a varios Guardias de Hacienda que le acompañaban, en un poblado de Sololá. Ninguno sobrevivió. Asistí al entierro y presencié el dolor de su madre (no recuerdo haber visto a su padre en el funeral). Escuché las elogiosas palabras del discurso oficial lamentando tan sensible pérdida para la institución armada.Muchos años después, una fuente confiable (un militar), me confesó que la orden de asesinar a Miguel Ángel había venido del Alto Mando del Ejército, pues estaban temerosos de su línea de pensamiento. La misión fue encomendada a los Guardias de Hacienda (esto respondía a una de las mayores interrogantes, ¿por qué ellos lo estaban “acompañando” y no soldados?). Lo sacaron de la Politécnica con engaños, indicándole que tenía que cumplir una misión secreta –llevar unos papeles a un destacamento en Sololá-. Pero Miguel Ángel, sospechando algo, iba mejor armado y alerta que de costumbre y antes de morir se llevó por delante a sus asesinos.
Esta es la foto oficial de segundo A (1968) Miguel Angel está en la segunda fila, en medio, frente a la columna.

Nos ponemos por primera vez el uniforme de gala


¡Ay memoria! ¿por qué precisamente ahora has borrado tantos recuerdos de esta época que marcó mi vida? Por ejemplo, he olvidado por qué algunos alumnos nos pusimos el uniforme de gala antes que los demás. El hecho es que un sábado nos tuvimos que presentar uniformados de gala, un alumno por cada sección, y fui el seleccionado por la mía (primero sección A). Fue como encerrar ovejas en una guarida de lobos hambrientos. Los antiguos que estaban internos se dieron gusto bautizando a los cuatro nuevos que osábamos ponernos el uniforme de gala por primera vez. Nos hicieron correr a través del corredor del internado mientras nos pegaban con toallas mojadas, nos lanzaban patadas y golpes y nos maldecían con todas sus fuerzas. De los otros alumnos de primer año sólo recuerdo que estaba Miguel Ángel López Jiménez.

Me cortaron la mano

Todavía me pregunto cómo logré aguantar el primer año del Hall. Perdí la cuenta de las veces que mamá tuvo que ir corriendo por la tarde (en ese tiempo aún teníamos dos jornadas y podíamos ir a almorzar a la casa) a presentar una excusa porque yo no me había presentado (En las tardes nos daban educación física y entrenamiento militar). Granados y sus secuaces me tenían al borde de la locura, no pasaba semana en la que me agarraran a golpes. En los recreos me escondía para que no me vieran. Más de alguna vez pensé que sólo muriendo iba a terminar el martirio. Entonces sucedió lo de la mano cortada.

Un mediodía que llegué a la casa, mamá no estaba. Aproveché para tomar una hoja de afeitar y me hice como ocho cortes en el dorso de la mano. Cuando ella llegó me encontró bañado en sangre. Como ya existía el precedente del codo, los oficiales pensaron que un antiguo me había hecho eso (y aunque a ustedes les cueste creerlo, había razones para creerlo, allí estudiaba cada sádico). De nuevo comenzaron los interrogatorios para que confesara quien me había lastimado así y les juro que me moría por decir que había sido Granados. Tuve en mis manos una oportunidad de torcer el destino, pero no me atreví, aunque tampoco confesé que había sido yo.Haciendo cuentas, calculo que al menos seis de mi promoción fueron fracturados por agresiones de los antiguos.

Gracias a Dios no murió ninguno, como había pasado con un infortunado de la promoción anterior.

Fugaz paso por el pelotón de fusileros

En los cinco años que estuve en el Hall jamás desfilé en un pelotón de fusileros. Es cierto que desde segundo a quinto estuve en la escolta de bandera (uno de ellos como portaestandarte), pero en primer año la razón fue otra. Fue porque el chip de mi cerebro no funcionó para aprender las rutinas de manejo del fusil. Era humillante que cuando nos ordenaban ponernos el fusil en el hombro derecho, yo terminaba con el arma en el izquierdo, o que si nos ordenaban marchar hacia la derecha, yo tomaba hacia la izquierda. Mi torpeza rebasaba los límites de lo tolerable. Y lo peor era que el pánico multiplicaba mis desaciertos, ya que cada metida de pata era adecuadamente recompensada con golpes con la culata de un fusil en el pecho o en los pies. Cuando los cabos y sargentos se convencieron que no había lugar para mí en esto, me enviaron a la banda de guerra.

Primero probé en cornetas, pero no logré sacarle un sonido decente al instrumento, pasé por redoblantes pero carecía de la habilidad; me pusieron en tamborón, pero literalmente el viento me arrastró con todo y ese armatroste en una práctica en el Campo de Marte. Así que terminé en lo más bajo de la jerarquía musical, en los tamborines, unos cilindros que estaban recubiertos de piel en la parte superior y que había que aporrear cada vez que se daba un paso. Así fue como desfilé el 30 de junio y el 15 de septiembre cuando estaba en primer año.