domingo, 15 de noviembre de 2009

Vienen los restos de Irrisarri

En algún momento de 1968 el gobierno de Méndez Montenegro decidió repatriar los restos de Antonio José de Irrisarri. Este bendito señor, ignoro por qué azares del destino, a pesar de ser guatemalteco, terminó siendo presidente de Chile y menos sé por qué no lo dejaron descansando allá. El hecho es que nos tocó ir a traer sus restos al aeropuerto y llevarlos en cortejo hasta el Palacio Nacional.

Estábamos en plena época lluviosa y un tremendo chubasco comenzó a caer cuando ni siquiera habíamos llegado a la torre del Reformador. El portaestandarte, en este caso yo, tenía que llevar la bandera al frente, sosteniéndola con una sola mano (al contrario del abanderado que la llevaba descansando sobre el hombro). La tela enguatada llegó a absorber tanta agua que ya no la podía sostener ni con las dos manos. Uno de los oficiales se dio cuenta y me autorizó a bajarla para llevarla igual que la otra bandera. Estaba tan pesada que el asta se me había, literalmente, ensartado en la ingle y cuando hice el esfuerzo para sacarla del soporte, como que me pasé de fuerza y solo alcancé a ver que el escudo de metal que estaba al otro extremo salía volando para aterrizar en un charco al pie de la banqueta. Uno de los “cajas” corrió a recogerlo y seguimos diz que marchando bajo ese diluvio.

Dejamos lo que quedaba del difunto luego de un siglo de haberse despedido de este mundo, en el salón principal del palacio y a los que lo habíamos llevado hasta allí, nos dieron el resto de la tarde libre. Fui a mi casa hecho una sopa, con la preocupación de secar el uniforme y los botines porque al día siguiente nos tocaba desfilar del palacio al cementerio. Como siempre he sido medio práctico para resolver problemas se me ocurrió poner los botines en el horno (en ese entonces no existían los de microondas) y me recosté a tomar una siesta. Un desagradable olor me despertó dos horas después. Una humareda salía de la cocina. Del horno apenas logré rescatar una masa negra. Salí corriendo a buscar a mamá a su trabajo. Creo que prestó entre sus compañeras para poder ajustar los veinte quetzales que costaban unos botines nuevos (eso era casi la cuarta parte de su sueldo). Los compré en una zapatería frente al parque Concordia y regresé a casa rogándole a Dios que se acabara pronto ese día tan difícil.

Al día siguiente, luciendo botines nuevos, salí del Palacio llevando el estandarte (ya le habían soldado el escudo al asta), con rumbo al cementerio. Pero la gallardía me duró poco. Menos de diez cuadras después sentía los pies en carne viva y como que me habían untado chile en ellos. Así aprendí, de la manera más dura, que nunca se deben estrenar zapatos en un desfile. Las ampollas, del tamaño de pelotas de ping pong y que fueron reventándose en el trayecto, tardaron más de una semana en cicatrizar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario