viernes, 20 de noviembre de 2009

Casi me quedo paralítico

En 1970 mamá me llevó casi arrastrado a la inscripción de cuarto año. Tenía muy presentes las amenazas del negro Martinez y no dudaba que las iba a cumplir. Para fortuna de los 18 valientes que seguimos, lo habían trasladado a otra base militar (dieciocho… ¿y no que todos, menos Reyes y yo, se sentaban cuando el negro decía que se sentaran los que sí iban a pasar a la Escuela? En realidad allá solo ingresaron 15 o 16, de los otros 30, cuatro estaban repitiendo tercero y los demás buscaron otros horizontes).
Nuestro oficial encargado sería ahora el capitán Aparicio. Aparicio era blanco, espigado, con una mirada penetrante y frío como el hielo. Nunca demostraba sus emociones. El director seguía siendo el coronel (luego general) Lionel Vassaux Martinez.

Era el sábado 21 de marzo, último día que tendríamos que presentarnos ya que la semana siguiente era semana santa y por eso Aparicio nos tenía preparada una sorpresa. Nos llevaron en bus a la parte trasera del Campo de Marte, íbamos con uniforme verde y fusil. Aparicio se puso al frente y comenzamos una carrera a campo traviesa por el bosque que crecía en el barranco. Como a la media hora llegamos a una quebrada de unos cuatro metros de alto y Aparicio se lanzó al vacío. Desde abajo nos ordenó que saltáramos también. Los más valientes de entre nosotros saltaron, los menos osados nos quedamos arriba calculando cómo hacerlo. De pronto uno de mis compañeros, de apellido Contestí, me señaló un pedazo en que un hundimiento del terreno acortaba el salto por lo menos un metro. Allá nos fuimos los dos y nos lanzamos. Como Constestí saltó primero, al que Aparicio controló fue a mi y de inmediato dijo –Salazar y el otro se suben y saltan de nuevo- Casi llorando cumplí la orden, les juro que tenía el presentimiento de que algo malo me iba a pasar. Me paré en la orilla y estaba calculando cómo lanzarme cuando el terreno cedió y me vine de espaldas. Al tocar el suelo rodé hasta una zanja sintiendo un agudo dolor que me dejó sin habla. Apenas escuché gritar –Enfermero, un herido.- Apareció “Aspirina” (así le llamábamos porque para todos los males era lo único que nos daba), quien me puso una inyección y no recuerdo más.

Desperté en el intensivo del antiguo Hospital Militar sobre una cama que en lugar de colchón tenía una tabla y estaba amarrado a ella para que no pudiera mover ni la cabeza. Para ser sincero, no sentía dolor. Mamá estaba a mi lado, acariciándome la cara y llorando a mares. Sólo la dejaron quedarse hasta el momento en que recobré la conciencia. Cuando me quedé solo escuché que por cadena nacional estaban transmitiendo desde el congreso la elección de presidente en segunda vuelta. En ese evento ratificaron la victoria del coronel (luego general) Carlos Arana Osorio (llamado por sus detractores el Chacal de Oriente por la campaña que encabezó en los sesentas y que terminó con la guerrilla en aquella área).
Estaba recordando lo ocurrido cuando vi que venía una asistente de enfermería. Era una jovencita como de mi misma edad, morena, bonita y con ojitos de pícara. Traía una palangana y una esponja para limpiarme (hasta ese momento yo seguía todo sucio de lodo, tal y como había quedado al caer). No me dijo nada, sólo me veía mientras pasaba la esponja mojada por mi cara, mi cuello, mi pecho… y seguía bajando. Yo tampoco hablé y preferí hacerme el dormido mientras ella se dio gusto limpiando todo mi cuerpo, con especial atención en ciertas partes… Días más tarde, cuando me sacaban a tomar el sol al patio y la veía venir, me escondía para que no nos encontráramos.
Al día siguiente me pasaron a una sala con aproximadamente veinte camas, siempre inmovilizado. El lunes o martes llevaron a un oficial, Otzoy era el apellido si mal no recuerdo, quien se había quebrado el cuello al lanzarse a una poza que no era lo suficientemente profunda. El pobre hombre pasaba las noches dando gritos de dolor y no dejaba dormir a nadie.
Mamá llegaba todos los días a verme, papá se asomó también, así como algunos familiares y compañeros de promoción. Incluso algunos de mis compañeros que habían pasado a la Politécnica aparecieron por allí. Mientras tanto los doctores no se ponían de acuerdo. Unos opinaban que había que operarme (me había fracturado la doceava vértebra dorsal y la primera lumbar), otros opinaban que podía recuperarme sin operación puesto que el riesgo de que quedara paralítico si me operaban era del 50%. Finalmente, y supongo que pesó la opinión de mamá, no me operaron y sólo me enyesaron.

Imaginen una caparazón como de tortuga de la que sólo salen las extremidades y la cabeza, así fue el yeso que llevé por tres meses. No fui el único que ese día se había roto la espalda, hasta que regresé a estudiar me enteré que el Chejo (Sergio Pineda) también había corrido con la misma suerte. Así que en cuarto éramos dos tortugas. Con ese chaleco de yeso no podía hacer nada, mamá me tenía que bañar y vestir, no podía sentarme en un ángulo normal sino que quedaba medio recostado, si estaba mucho de pie el peso se recargaba a nivel de la ingle y me producía llagas. Además estaba la picazón. Por más talcos que me echaban, era tan insoportable que varias veces me metí una percha para rascarme y a menudo me rasgué la piel. Recuerdo el alivio que sentí cuando me la quitaron, aunque nunca me he recuperado totalmente y a veces, cuando hace luna llena, siento un dolor que me parte la cintura.

¿Y Aparicio? Bien gracias. Nunca llegó al hospital (el coronel Vassaux sí, ese mismo día y los subsiguientes). Entiendo que le obligaron a pedir disculpas a mamá por lo sucedido, pero cuando regresé a clases, jamás me dirigió la palabra o hizo mención del asunto. Mis compañeros me comentaron que luego del accidente, en lugar de suspender el ejercicio, sólo esperó que me llevaran en camilla y continuó como lo tenía planeado. Uno de ellos incluso me dijo que yo había sido un afortunado porque me había salvado de la peor parte, la que les tocó recorrer cuando me llevaban camino al hospital.
Una vez escribió en el Periódico y como dejó su Email, aproveché para contactarlo. Le comenté quien era y le di de referencia el –para mi- inolvidable accidente. Me contestó muy amable que no se recordaba de mi.
Debí imaginarlo.

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