jueves, 12 de noviembre de 2009

El Bus 2

Ese era el que pasaba cerca de la casa, por la Avenida Elena. En primer año era un destartalado vehículo que fácilmente era modelo 48 o 50 (es decir, más viejo que la mayoría de nosotros), conducido por un piloto de apellido Chutay que gozaba haciéndonos correr para alcanzarlo. Nuestra parada quedaba en la 13 calle y allí nos juntábamos los que vivíamos en los alrededores. Los habituales en la parada ese primer año eran el Chino (no recuerdo el apellido) y Lara, ambos de segundo año. Como en las comedias, el Chino era alto y flaco, en tanto Lara era bajo y gordo. Al Chino, como vulgarmente se dice, le persignaba todo, en cambio Lara era más serio y apartado. Los de primer año éramos dos, Eduardo “Paloma” Valdez Fletes y yo. La mamá de Eduardo era nicaragüense y vivían en una casa de huéspedes, nunca supe del papá. Le pusieron Paloma, porque tenía el esternón de doble grosor y esto hacía que cuando sacaba el pecho se viera muy gracioso. Había también un antiguo de cuarto año de apellido Afre, que casi nunca llegaba a la parada y que era medio loco. Y de vez en cuando se asomaba para tomar el bus con nosotros otro alumno de segundo año a quien le decían el Negro Avilés, ya que efectivamente era bastante moreno. Este Avilés se pasaba todo el tiempo leyendo. Tiempo después, en la Politécnica, llegó a ser abanderado. Al graduarse le dieron una beca para estudiar medicina e incluso llegó a viceministro de salud.

Dentro del bus se vivía una cultura particular. Los alumnos de último año se sentaban hasta el fondo y así sucesivamente hasta llegar a los primeros asientos que eran para los de segundo. ¿Y los nuevos? Pues nos hacinaban en dónde hubiera lugar. Generalmente íbamos dos o tres en cada asiento (en el lugar asignado a una persona) sentados en escuadra (es decir con cuando mucho tres pulgadas de nuestras asentaderas en el asiento) y sin poder movernos, hablar y mucho menos recostarnos.

Había antiguos “buenos” que dejaban que uno se sentara y nos ignoraban en todo el recorrido y antiguos “locos” que aprovechaban el trayecto para ir haciéndole alguna maldad a los nuevos. En nuestro bus eran famosos el loco Estrada y el Mulón.

Los Estada eran tres. Estaba “la Chiqui” en quinto año, que no se metía con los nuevos, el pequeño era de mi promoción y el de en medio, que estaba en cuarto, era el famoso loco y de hecho lo estaba. Él no nos golpeaba sino que nos usaba como conejillos de indias para sus disparatadas ocurrencias. Por ejemplo, siempre cargaba un paquete de agujas (de coser) y le gustaba jugar al fakir con nosotros. Nos pedía que nos arremangáramos la camisa y luego nos echaba un discurso sobre que el dolor no existe, que sólo está en la mente, que si controlábamos nuestra mente, no sentiríamos dolor, y para demostrar que su teoría era cierta, comenzaba a ensartarnos las agujas en el antebrazo. Excuso decir que apretábamos los labios para que no saliera ningún quejido aunque sintiéramos que nos estaban arrancando el brazo y el se regocijaba de haber probado su teoría. Posteriormente se hizo médico.

En cambio el Mulón Ochoa, ese si sentía un placer morboso en golpearnos. Recuerdo la tarde que me llamó (una selección totalmente al azar), me hizo poner el brazo en escuadra y luego comenzó a golpearme con los nudillos en el codo. Se fue así por más de media hora, cuando me bajé tenía el brazo completamente dormido. La semana siguiente estaba hirviendo en fiebre y con el brazo hinchadísimo por la infección. Falté tres o cuatro días e incluso un subteniente a quien llamaban “el mudo” Morales llegó a ver qué había pasado y a presionarme para que dijera quién había sido para expulsarlo. Callé porque sabía lo que sucedía a los soplones y aunque me amenazaron con arrestarme varios fines de semana, no conté que había sido el Mulón. Cabe mencionar que muchos años después (a mediados de los ochenta) me lo volví a encontrar, ya era teniente coronel y estaba sacando el curso de comando y estado mayor. Yo estaba dando clases allí y de inmediato reconocí esa mirada de maniático y sin querer las piernas me temblaron. Afortunadamente él no se recordó de mi.

Los nuevos soñábamos con irnos en el asiento de algún antiguo bueno, como Pedro Brol o Edgar Herman, ambos de segundo año y que eran buenas gentes. Pedro terminó graduándose un año después que yo y con el paso de los años lo visité varias veces en calidad de paciente, porque es odontólogo. Edgar fue fugazmente mi compañero en Peat Marwick y luego se dedicó a la política, y llegó a diputado.

3 comentarios:

  1. Ese bus, era uno de mis tormentos!!! El Sargento Urrutia, que no termino en el Hall porque se fué a USA a estudiar....Me recuerdo que nos ponian a parir,...ahí con las piernas abiertas gritando como locos jaajajajajaja, Una vez se paro un bus del Javier a la par del nuestro que por cierto debio de ser el mismo bus pintado de verde oscuro más viejo que Rasputin el bus ese...Y los del Javier bien calladitos, en cambio el bus del Hall era un solo merengue de negros con el relajo que había.

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  2. el conductor mitico del bus 2 era Francisco Simon Chuy,

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  3. en las filas de una institución como el hall no hay soplones...

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