viernes, 20 de noviembre de 2009

El Capitán Zea Ruano

Era un señor de avanzada edad, diría que cuando nos dio clases ya tenía unos sesenta y cinco años. De voz ronca y seca, caminar pausado y se peinaba el blanco cabello hacia atrás, recordándome a cierta especie de faisán. De apodo le llamaban “el león dormido”. Era el mil usos del Hall, daba clases de lenguaje, sociales, contabilidad, lo que fuera y nunca cambiaba su estilo. Tenía un libro para cada materia, nos dictaba veinte o veinticinco minutos y luego nos decía que estudiáramos lo que nos había dictado. Entonces se quedaba dormido en la silla. Nosotros ya sabíamos que si no hacíamos bulla, podíamos hacer lo que quisiéramos. Incluso en exámenes todos nos quedábamos callados, muchas veces sin contestar nada, esperando a que se durmiera. Cuando esto invariablemente sucedía, sacábamos libros, cuadernos, los más osados se levantaban a copiarle a sus compañeros, todo en absoluto silencio.

Estábamos en quinto y en un examen de sociología había como diez alrededor de mi escritorio copiándome las respuestas, cuando se oyó un estruendo como de bala. Uno de mis compañeros, con toda la mala intención, había dejado caer un grueso libro al suelo. Todos nos quedamos paralizados. El león dormido abrió los ojos, nos vio a todos, y los volvió a cerrar.

Estaba en tercero y la noche anterior había estado de guardia en la garita. No había sido una guardia tranquila porque a media noche habíamos salido a perseguir a unos tipos que estaban violando a una muchacha en un bosquecito que quedaba enfrente, como a media cuadra, y luego nos quedamos tan acelerados que ya ni descansamos ni estudié para el examen del día siguiente. El hecho es que cuando me presenté a resolverlo, tenía la cabeza en blanco. Terminé rápido porque no pude contestar casi nada, pero antes de entregarlo se me ocurrió algo, no le puse nombre. Al día siguiente, confiando en mi buena estrella, me presenté ante él y le dije que como había estado de guardia, no había hecho el examen del día anterior. Él me creyó (como no iba a hacerlo si yo era el mejor alumno de la clase y tenía una cara de que no mataba ni una mosca) y me dio el mismo examen que ya conocía. No está de más decir que para que no sospechara lo resolví con otra letra y deliberadamente contesté algunas malas para sacar sólo noventa. Dos días después nos entregó los resultados, pero no me dio el mío, también preguntó si todos habíamos puesto nuestro nombre en el examen porque había uno que no lo tenía. Al terminar la clase me dijo que quería hablarme en el salón de profesores y que llevara mi cuaderno. Cuando llegué allí me mostró el examen sin nombre y abrió mi cuaderno para comprobar que era exactamente la misma letra. Yo sabía que era una falta muy grave, que incluso me podían expulsar por haber tratado de engañar a un profesor. Él me dijo que en la vida hay que aprender a ser correctos y que si estaba consciente del error que había cometido, le respondí que sí y le di como justificación todo lo que había pasado aquella noche. Creo que le supliqué que no me fuera a reportar. Él sólo me pidió que me retirara. No me reportó y en las calificaciones me puso sesenta (se ganaba con sesenta y uno), fue el único examen que perdí en los cinco años que estuve en el Hall.

El capitán Zea Ruano era famoso por sus dichos, uno de ellos era “Dios dijo, ayúdate que yo te ayudaré. No dijo, te ayudaré siempre” y otro “Si ustedes se van a quedar esperando a que las cosas les caigan del cielo, primero le van a salir dientes a las gallinas” en el fondo, ambos tenían un fuerte mensaje para que actuáramos y tomáramos el control de nuestros destinos.

Los maestros siempre han ganado sueldos de hambre que apenas si alcanzan para sostener a una familia. Ignoro cómo era la situación del capitán Zea Ruano, pero a su avanzada edad, daba clases en el Hall, y en la tarde y noche en la Escuela de Comercio. El pobre hombre tenía que calificar cientos de exámenes y dar infinidad de materias. La verdad es que apenas si tendría tiempo para dormir. Así que no era por pereza que se quedaba dormido en clase, era simple y sencillamente un tremendo agotamiento.

Tal vez no aprendí mucho en sus clases, pero me enseñó el valor de ser correcto.

1 comentario:

  1. El Capitán Zea Ruano me enseño el valor de la palabra escrita, me mostro que las palabras tiene el poder de cambiar vidas, que no es solo lo que se dice, sino como se dice… Despertó en mí el amor por la lectura y con su acompañamiento escribí mis primeras publicaciones. No fue tanto lo que me enseño de los libros de texto (eso podía leerlo por mi cuenta) sino lo que me enseno de la vida.

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